Diario de Islandia VIII: Svínafellsjökull
Lunes 24 de agosto de 2015
Amanecemos antes que de costumbre para nuestra excursión por el hielo. Hoy sí, nos toca empaquetarlo todo en el coche y volver a nuestra rutina de nómadas de la Ring Road.
El punto de reunión es la cabaña de Iceland Mountain Guides junto al centro de visitantes de Skaftafell. Dejamos el vehículo en el aparcamiento general, ya fuera de la zona de acampada, pues todos los desplazamientos de la actividad correrán por cuenta de los organizadores… y bien que los cobran. Antes de comenzar, todos los participantes en la excursión –unas 15 personas– pasamos por un banquito donde nos ajustan unos crampones a nuestra talla de calzado.
Este accesorio, imprescindible para cualquier travesía por hielo, consta de unos pinchos metálicos que se unen a la suela de la bota por medio de correas y proporcionan agarre de forma análoga a como funcionan las cadenas en los neumáticos. Nuestra guía será también la conductora del minibús del grupo. En unos diez minutos hemos llegado hasta la morrena de Svínafellsjökull, el glaciar donde llevaremos a cabo la primera actividad.
Colocados en círculo nos vamos presentando: hay belgas, franceses, hongkoneses y estadounidenses (además de la guía islandesa y nosotros). Después nos imparten una clase de seguridad básica que comienza por el acople de los crampones y continúa con el uso del piolet rojo que portaremos cada uno.
En esta zona terminal del glaciar el hielo es oscuro, mezclado con los sedimientos que se acumulan al final en forma de montículos, que retroceden de año en año. En fila india, siguiendo el camino trazado por la experta, vamos ascendiendo. Es impresionante la adherencia que aportan los pinchos que llevamos en los pies, es casi como andar por suelo seco, vamos pegados al hielo. Paramos para observar un moulin o molino glaciar, una pequeña cascada que se produce sobre un agujero en el hielo, como un sumidero por donde desagua lo que se va fundiendo.
También nos muestran, en otro sitio, el gran cono de grava y ceniza volcánica que queda al retirarse todo el hielo donde antes hubo un moulin. Estamos casi al final del verano y en estas fechas se deshiela un pequeño tramo final del glaciar; el resto de la lengua está permanentemente congelada (o al menos hasta que el calentamiento global lo permita). Nuestra guía describe esta mole blanca como una cinta transportadora que avanza implacable a una velocidad aproximada de un metro al día. De vez en cuando la montaña emite quejidos, el síntoma de que todo está en movimiento. El hielo arranca rocas y guarda un registro de los sucesos volcánicos; en las grietas se pueden ver vetas negras, capas de ceniza volcánica de erupciones pretéritas que se conserva encapsulada. Hay que tener mucho cuidado al cruzar estas grandes rajas en el glaciar, sobre todo cuando hay nieve fresca que las disimula, pues la caída puede ser importante y el rescate, complicado.
Nuestra jefa de expedición lleva a la espalda una gran mochila con un kit de auxilio preparado para usarse en caso de accidente. Es una de las recomendaciones que ofrece un completo cartel explicativo colocado en el acceso, que desaconseja rotundamente –sin llegar a prohibir, porque aquí no prohíben casi nada– adentrarse por el hielo sin compañía experta y sin el equipamiento adecuado. El panel informa de que en estos lugares se han producido muertes por imprudencia.
Nos cruzamos con otros grupos, también guiados, que recorren la zona. Llegados a cierto punto nos detenemos para tomar fotografías y dejarnos asombrar por la grandeza de este paisaje sublime. Respiramos hondo; el aire puro y frío llena nuestros pulmones mientras miramos hacia las cumbres. El glaciar forma auténticas montañas conforme se eleva, aunque el movimiento en realidad es de descenso. Durante el camino de regreso la guía nos habla de todo el sistema glaciar de Vatnajökull y de los volcanes activos que acechan bajo el hielo. Charlamos de la curiosa relación de amor y respeto que mantienen los islandeses con ellos. Reconoce que, en el fondo, ellos quieren que se produzcan erupciones frecuentes porque es la forma de ir aliviando esta olla a presión y evitar que un buen día salte todo por los aires.
Volvemos a la furgoneta y paramos en una estación de servicio de Orkan para comer. La excursión continúa hacia la laguna de Jökulsárlón. Aunque estamos volviendo sobre terreno conocido, tenemos muchas ganas de redescubrir ese entorno, ahora sin niebla. Unos pocos kilómetros antes de cruzar el puente nos desviamos a la izquierda para hacer una breve parada previa en Fjallsárlón, que viene a ser como el hermano pequeño del gran lago. Aun así impresiona cómo su glaciar se va desmoronando literalmente sobre el agua. Tenemos la suerte de ver y escuchar la caída de uno de los trozos; es un sonido muy grave y potente, como cuando se derrumba un edificio a lo lejos. Varios icebergs azulados flotan por la zona.
Un corto trayecto de autobús después nos detenemos en el aparcamiento de Jökulsárlón junto a un container que hace las veces de vestuario de la empresa que se encarga de las travesías en lancha semirrígida. Nos ponemos unos llamativos y abultados monos térmicos rojos y unos chalecos salvavidas. Una vez convertidos en muñecos de Michelin, cambiamos de autobús para dirigirnos al punto de atraque de las Zodiacs, ubicado un buen trecho al norte del parking. Abordamos una de las dos embarcaciones y zarpamos.
Navegamos un buen rato por la gran laguna glaciar hasta el límite de seguridad, a unos 400 metros del punto donde la lengua de hielo se desmorona a trozos sobre el agua. Vemos cómo caen pedazos de gran tamaño cada cierto tiempo, agitando la calmada superficie donde flotan decenas de icebergs en su lenta travesía hacia el mar. Algunos son de un azul intenso precioso, el color del hielo puro prensado durante mil años en el glaciar y totalmente desprovisto de oxígeno. Una vez desgajado y en contacto con el aire se vuelve blanco en cuestión de pocas horas. En esos trozos a la deriva, que van girando conforme se derriten, también son visibles las huellas de antiguas erupciones que han dejado capas de ceniza negra embutidas entre los estratos del hielo. El piloto de nuestra embarcación rescata un pequeño pedazo y nos lo pasa para examinarlo de cerca. Mientras regresamos a nuestro punto de partida divisamos las cabecitas de un par de focas que salen a la superficie para respirar.
Hemos tenido suerte porque hoy –según nos cuentan– es uno de los días más cálidos del año, lo que nos ha permitido ver mucho hielo flotante. También es un síntoma del cambio climático: esta laguna de 18 kilómetros cuadrados se ha formado en el último siglo, pues antes el hielo del glaciar llegaba hasta el lugar por donde pasa la carretera 1.
La última parada de nuestra excursión es en la playa negra donde encallan algunos pequeños icebergs devueltos por el mar, que se deshacen al sol y al batir de las olas. Estamos a la derecha del canal de desagüe de Jökulsárlón; anteayer visitamos la playa que queda a su izquierda, donde había bastante menos hielo.
Nuestra guía nos devuelve en el bus al centro de visitantes de Skaftafell, donde nos espera nuestro coche. Salimos por última vez del parque nacional con la sensación de dejar atrás un maravilloso paisaje en proceso de desaparición.
Reynisfjara y Dyrhólaey
Conducimos hasta Vík, donde hacemos algunas compras más en la tienda de Icewear, y seguimos camino hasta Reynisfjara, al otro lado de un gran cerro verde. Un inmenso órgano de basalto preside una espectacular playa de guijarros grises ante unos acantilados habitados por frailecillos. Si miramos a la izquierda divisamos en el mar, no muy lejos de la costa, la gran formación rocosa de Reynisdrangar, altos pináculos basálticos que emergen de las olas como gigantes dedos huesudos o mástiles de un barco fantasmal.
Ahora miramos a la derecha y contemplamos en contraluz, mientras anochece, el espectacular arco bajo el acantilado de Dyrhólaey. Se ubica al final de una península, en su extremo más expuesto a las olas y los vientos. Sin perder un minuto conducimos hasta ella para disfrutar –¡quién nos lo iba a decir!– de nuestro encuentro más cercano con los frailecillos. Es una zona de anidamiento muy protegida (para esto sí que saben acordonar los límites de los caminos) donde podemos contemplar cientos de ejemplares de estas aves tan especiales. Despegan y aterrizan lidiando con el fortísimo viento reinante, el mismo que nos hace preguntarnos dónde carajo podremos dormir esta noche.
Skógar
Necesitamos una zona resguardada y Skógar nos parece un buen lugar. El camping no puede ser más idílico, justo a los pies de Skógafoss, una cascada de 30 metros de anchura por 60 de caída que pone la relajante banda sonora al lugar. El viento sigue soplando con mucha fuerza pero al ver que hay otras tiendas montadas nos decidimos a armar la nuestra. Ya es de noche y no tenemos mucho margen de maniobra para buscar planes alternativos (como no sea dormir en el coche). Finalmente decidimos poner nuestro coche atravesado ante la puerta para que nos proteja, a modo de muralla, de las fuertes ráfagas de componente norte que están poniendo a prueba la resistencia de lonas y varillas. Para colmo de males al inflar los colchones hemos descubierto que hay uno pinchado. Afortunadamente, mientras preparamos la cena en una mesa de madera junto al edificio de los servicios localizamos dos gruesas esterillas de goma en la zona free stuff del camping: ¡los espíritus de la isla nos siguen protegiendo! Pagamos los reglamentarios 1.100 ISK por persona y, después de intentar en vano capturar wifi por las oscuras calles del minúsculo pueblo, optamos por refugiarnos en la Quechua y dormir, tratando de ignorar las embestidas del viento que hace bailar peligrosamente su estructura.
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