Diario de Islandia VI: costa oriental
Viernes 21 de agosto de 2015
Ha llovido bastante. Recogemos la tienda algo húmeda y recorremos parte de la carretera que rodea el lago. En su extremo sur lo cruzamos por un puente y tomamos la 910. Solo unos metros después se abre el parking de las cataratas Hengifoss y Litlanesfoss. Nos forramos bien contra la lluvia y emprendemos el ascenso de una hora hasta estos estilizados saltos de agua.
Litlanesfoss está jalonada por altas columnas basálticas; algunas muy verticales y otras torcidas, debido a movimientos de la lava durante su solidificación. Hemos de seguir un estrecho camino y franquear un par de cancelas que impiden que las ovejas, algunas con serias dotes de escaladoras, salgan del terreno. También hay que cruzar un pequeño afluente del río principal que alimenta las cascadas. Finalmente llegamos hasta un punto donde no podemos continuar avanzando, una ladera muy empinada de piedras sueltas nos lo impide. Intentamos en vano encontrar la manera de cruzar al otro lado de la corriente para acercarnos a Hengifoss, pero sin el equipo adecuado cualquiera de las opciones que se nos ocurren resulta demasiado temeraria. Tenemos que conformarnos con la foto desde lejos. Media vuelta y de nuevo en ruta.
Sobre el mapa nos parece fácil llegar a la zona del glaciar Snæfell, así que empezamos a subir el puerto. Aunque éste sí está asfaltado, la dura pendiente y la niebla hacen el ascenso complicado y agobiante. Adelantamos a un grupo de ciclistas que están sufriendo de lo lindo con la cuesta. Después de un buen número de kilómetros recorridos, al no tener claras las condiciones meteorológicas ni topográficas, decidimos dar media vuelta y desandar todo el camino hasta el anodino pueblo de Egilsstaðir.
Cerca del lugar donde pasamos la última noche paramos a repostar. Aprovechamos también un autoservicio gratuito de lavado de coches para desprender la costra de barro que acumula el nuestro. Es una lanza conectada a una manguera y acabada en un suave escobón que permite frotar la suciedad. En un país como este, donde las carrocerías duran limpias unos minutos, es común encontrar estos puntos de desincrustado de porquería. Froto a conciencia los cuatro costados. Descubrimos con una mezcla de espanto y alivio que en la puerta del conductor una pedrada ha saltado un punto de pintura. Al fin y al cabo el seguro antigrava que nos vendieron en Reykjavík no ha resultado ser tan mala idea.
Seyðisfjörður
Desde Egilsstaðir la carretera 93 nos lleva hasta el pequeño aunque importante pueblo portuario de Seyðisfjörður, previa parada en Gufufoss, una preciosa catarata de un conjunto que veremos más tarde si la niebla reinante lo permite. Visitamos el pueblo con la terminal del ferry que une la isla con el continente. Toda la población parece vivir por y para ese barco; los pequeños comercios de artesanía, los restaurantes y hasta la oficina de turismo fijan sus horarios de actividad en función de los atraques.
Entramos en su acogedora iglesia de madera de color azul celeste, paseamos por el puerto, que está atravesado por un puente. Cerca de los barquitos pesqueros arranca un camino que conduce a la catarata de la población; lo seguimos cuesta arriba hasta el punto donde el torrente impacta y salpica con la intensidad de una tormenta. Vamos bien embozados, pero el suelo es auténtico barro y tenemos algún sucio contratiempo en la bajada. Nuestro paseo nos conduce hasta dos tiendas de artesanía: una que vende prendas de lana de cuestionable atractivo, y otra instalada en una habitación de una casa privada al borde del agua. Al entrar nos parece estar invadiendo la privacidad de la dueña, que nos saluda amablemente desde el salón comedor que se ve por una puerta. Cuadros, esculturas, adornos navideños… todo se vende y nada es barato.
Retrocedemos por la carretera 93 para volver a empalmar con la 1 en Egilsstaðir, pero descubrimos un paisaje completamente nuevo con cascadas y magníficas vistas al fiordo ahora que se ha disipado la niebla que nos impidió disfrutarlas en la ida. Anochece cuando decidimos parar en Djúpivogur para echar un rápido vistazo a su histórico almacén portuario del siglo XVIII, ahora reconvertido en cafetería museo, y a la inclasificable obra de arte de Sigurður Guðmundsson titulada Eggin í Gleðivík: una fila de 34 huevos gigantes de piedra dispuestos a lo largo del malecón en representación de otras tantas aves autóctonas.
Höfn
La lluvia y el viento nos acompañan mientras cae la noche y nosotros intentamos buscar un camping donde dormir. Sabemos que el montaje hoy va a ser especialmente desagradable, pero hemos venido a luchar. Descartamos una zona de acampada junto a la carretera por estar la hierba completamente encharcada. Llegados a Höfn, la pequeña capital del sureste islandés (sus 1.700 habitantes le otorgan tal categoría), nos lanzamos a la aventura de armar el chiringuito bajo una lluvia de categoría ducha y un viento realmente molesto. Completamente forrados en ropa impermeable, a oscuras, con la única ayuda de dos linternas y un mazo de goma, batimos el récord mundial de montaje de tienda. El suelo no está mucho mejor que en el camping que descartamos unas decenas de kilómetros atrás, la hierba está encharcada, pero es tan tarde que no tenemos elección. Hoy pondremos a prueba la estanqueidad de nuestro suelo… y quién sabe si también flotabilidad de los colchones. Sigue lloviendo. Calados y con bastante frío en el cuerpo preparamos la cena en el porche de la cabaña que hace las veces de sala común, donde hay una pila y unas pocas cocinas eléctricas. Entramos en calor y nos retiramos a dormir. Parece que de momento el interior de la Quechua está seco. Cruzamos los dedos.
Sábado 22 de agosto de 2015
Milagrosamente (o no) nuestro refugio azul sobrevive a la noche más lluviosa de lo que llevamos de viaje. El suelo de rafia gris se ha portado de maravilla y el enorme charco que teníamos detrás de la tienda finalmente no nos ha engullido. Sigue lloviendo. Desayunamos tranquilamente mientras vemos cómo otros campistas desmontan atropelladamente. Cuando terminamos, la eterna borrasca nos da una tregua que aprovechamos para recoger y plegar con método nuestras lonas mojadas.
Höfn es una población muy funcional con edificios modernos y vistosos, campo de fútbol y una piscina de agua caliente con toboganes. Nos detenemos en su puerto, que a primera vista parece importante con varios vistosos buques pesqueros amarrados. En un centro de información turística cercano vemos una pequeña pero interesantísima exposición sobre el inmenso parque nacional Vatnajökull, en cuyos dominios estamos desde hace días. El pequeño museo tiene pinceladas etnográficas, geológicas y naturalistas. Recorremos sus dos pisos de crujiente madera y terminamos en una sala de proyección viendo un documental muy clarificador sobre los glaciares y volcanes que componen este paraje tan especial. En la planta baja hay abundantes folletos con propuestas de todo tipo en torno a la región.
Nosotros hemos decidido conocer un glaciar desde su interior, una actividad peligrosa que solo se puede llevar a cabo en compañía de guías expertos y convenientemente equipados. Nos decantamos por la empresa Icelandic Mountain Guides que, si bien no es la más barata, es la que más nos convence. Pasearemos sobre un glaciar y navegaremos en Zodiac por Jökulsárlón, el mayor y más famoso lago glaciar del país. La duración aproximada serán 7 horas y el precio, 24.900 ISK por persona. Llamamos por teléfono y solo tienen plazas para pasado mañana. Es un contratiempo, porque hoy pensamos llegar hasta esa zona y lo ideal habría sido subir al glaciar mañana, pero no hay más opción: reservamos y pagamos. Decidimos tomarnos con calma este tramo; no nos vendrá mal un poco de sosiego. Conduciremos tranquilamente hasta el lago y nos quedaremos dos noches en la zona de acampada del parque nacional Skaftafell, uno de los que integran el gran parque nacional Vatnajökull.
Jökulsárlón
La niebla vuelve a acompañarnos durante la ruta, un auténtico fastidio que nos priva del paisaje hasta llegar a Jökulsárlón; paradójicamente aquí los jirones de niebla dan un aura muy mágica al lago. Un gran aparcamiento se abre a la derecha de la carretera 1: todoterrenos, autobuses y coches. Más allá, un edificio que concentra una pequeña cafetería que sirve comidas y una concurrida tienda de recuerdos. A su izquierda, la taquilla donde se venden los tickets para unos grandes vehículos anfibios con casco de barco y ruedas de tractor que ofrecen pequeños recorridos entre los icebergs. Merodeamos por la orilla del lago y subimos a una pequeña loma que hay junto al parking. La visibilidad es muy reducida, pero se adivinan grandes trozos de hielo blanco, azulado e incluso negro flotando a pocos metros. Nos resulta imposible tener una idea de las dimensiones reales del lugar. Caminamos hacia la playa de arena negra que hay al otro lado de la carretera; la cruzamos bajo el puente que atraviesa el canal de desagüe del lago, donde se aprecia una fuerte corriente que arrastra los témpanos. Ya en la orilla del mar nos asombra la cantidad de pedazos de hielo varado por las olas; pequeños fragmentos de grandes icebergs que parecen esculturas de cristal transparente. ¡Son extraordinariamente duros! Impresiona saber que es hielo centenario… si no milenario.
Parque Nacional Skaftafell
Como no queremos estropear todas las sorpresas que viviremos pasado mañana en la excursión, decidimos seguir camino hasta Skaftafell y, por una vez, acampar a una hora decente como las personas de bien. En el centro de visitantes nos compramos unas preciosas reproducciones de mapas antiguos de Islandia para enmarcar y nos informamos sobre la ubicación del camping: hay que salir del aparcamiento y seguir una carreterita a mano derecha. Nos registramos, pagamos dos noches de estancia, recibimos la correspondiente pegatina para la tienda y nos instalamos cómodamente junto a una mesa de madera. Dejamos todo listo para la noche, con la tranquilidad de tener toda la tarde por delante para hacer una buena caminata a pie sin prisas.
Nuestro objetivo es la catarata Svartifoss. El sendero atraviesa el camping –que debe de andar al 10% de su capacidad– y se adentra montaña arriba. La lluvia y niebla constantes entorpecen nuestro avance, pero a cambio nos hacen sentir en comunión total con la naturaleza. Es una red de caminos bastante bien señalizada con flechas y distancias. Atravesamos pequeños ríos sobre puentes de madera, ascendemos y finalmente llegamos a la catarata, rodeada de columnas basálticas negras (del color viene su nombre). La verdad es que cuesta distinguir detalles metidos como estamos en plena nube.
Como todavía no es de noche, intentamos buscar otra cascada más, pero la niebla sigue bajando y cada vez resulta más difícil orientarse. Pese a que llevamos ropa impermeable, la lluvia constante que llevamos recibiendo sobre nuestras cabezas desde hace más de una hora comienza a vencer la batalla a las prendas técnicas. Es hora de volver. Cuando alcanzamos el punto de partida estamos calados de la cabeza a los pies. Necesitamos secar como sea botas y abrigos, pues no disponemos de repuestos y mañana tienen que estar listas para volver a salir. Solo hay una alternativa y está dentro del coche. Para evitar molestar a los vecinos de acampada, nos alejamos unos kilómetros y nos detenemos a un lado de la carretera. Solo necesitamos mantener el motor encendido y la calefacción a tope a modo de secador. No es una técnica muy ecológica, pero no hay alternativa. Colocamos estratégicamente las prendas empapadas junto a las toberas de aire y aprovechamos este momento chimenea para cenar algo.
Más de una hora después, calentitos y con la ropa prácticamente seca, emprendemos el regreso. Nuestra tienda nos espera para un sueño reparador a los pies del glaciar.
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