Diario de Islandia V: Mývatn
Martes 18 de agosto de 2015
Nos levantamos temprano, para variar. Conducimos hacia el norte hasta la portuaria Húsavík, ciudad de apenas 2.300 habitantes famosa por sus excursiones de avistamiento de ballenas y otros animales marinos. Hemos llegado demasiado temprano, hemos de hacer tiempo hasta la apertura de las tiendas, así que pasamos de largo la localidad –más tarde regresaremos– para intentar ver algo por nuestra cuenta desde los acantilados. Seguimos unos veinte minutos hasta una punta sobrevolada por algunas gaviotas y protegida por un faro.
Dejamos el coche en un camino de tierra que sale de la carretera 85 y continuamos a pie, ya que la pista está cerrada al tráfico. Ascendemos por una loma tapizada con vegetación mullida y esponjosa de la que asoman algunas florecillas y llegamos hasta casi el borde del abismo sobre el mar. Encontramos aquí arriba algunas conchas marinas que delatan los hábitos alimenticios de las aves que pueblan la zona. Usamos unos prismáticos para tratar de avistar algún cetáceo, pero no hay suerte. Nos contentamos con seguir la trayectoria de algún pájaro y contemplar la majestuosidad de la bahía Skjálfandi.
Husávík
Desandamos el camino y, después de comprar en un pequeño supermercado y visitar su curiosa iglesa blanquirroja de aire alpino, desayunamos en un jardincillo con mesas de madera. Hace sol y damos un paseo por el parque de la ciudad, que en realidad es la ajardinada orilla sur de un arroyo con patos; la norte son jardines privados, en algunos casos muy llamativos, de las casas unifamiliares de la calle Ásgarðsvegur. La población, como todas, es muy colorida; suponemos que es la forma de romper la monotonía blanca del paisaje invernal. El material constructivo básico es la madera. Son casas bajas, sobrias, pero sus dueños cuidan los detalles, abundan las flores de temporada.
Caminamos por el puerto, donde conviven los pequeños barcos de pesca locales, una discreta actividad de transporte de contenedores y las llamativas embarcaciones turísticas. El telón de fondo, al otro lado de la bahía, es un frente de montañas nevadas. En cambio, si miramos desde la bocana hacia Husávík, un precioso monte verde resalta la silueta de las casas y la iglesia. Repostamos y partimos de vuelta hacia el sur para continuar ruta por la carretera 1.
Lo primero, aunque nos supone retroceder algunos kilómetros, es regresar a Goðafoss para saldar nuestra deuda y dejarnos engullir por el espectáculo desde la margen derecha del río. Hay menos gente que en la orilla opuesta, sobre todo ahora que acaba de desembarcar en ella una invasión de turistas de un autocar. No nos cansamos de tomar fotos, a cada paso descubrimos una nueva perspectiva. Descendemos por un camino de piedras que baja desde lo alto del acantilado hasta la orilla misma en el fondo del cañón. El ruido es ensordecedor e hipnótico y las salpicaduras nos mojan como una fina lluvia. Acabamos de darnos cuenta de que el camping que andábamos buscando ayer estaba justo donde hemos aparcado hoy el coche, pero nos alegramos de haberlo pasado por alto y de haber probado la acampada libre.
Lago Mývatn
Retomamos la Ring Road hacia el este con destino al lago Mývatn y lo bordeamos por el sur. Es una gran superficie de agua rodeada de paisajes diversos y extrañas formaciones rocosas. Su nombre ya alerta sobre su rasgo más molesto, especialmente en estas fechas: Mývatn quiere decir en islandés “lago de las moscas enanas”. Pensamos que no será para tanto hasta que nos detenemos en Reykjahlíð, su principal núcleo de población. Nuestra primera parada es para echar un ojo a su iglesia; una vez más está vacía, pero podemos entrar hasta la cocina (literalmente, porque la tiene). Un cartel nos invita a conocer el templo a nuestro aire. En el coro del piso superior alguien –suponemos que el párroco– ha dejado confiado una cartera de piel.
Esquivando como podemos la nube de orondos mosquitos al más puro estilo de Los pájaros de Hitchcock, nos apresuramos hacia el coche y conducimos hasta el otro extremo del poblado para comenzar una caminata de 8 kilómetros. Se trata de recorrer la grieta de Stóragjá, llena de vegetación y parcialmente inundada, y de llegar hasta Grjótagjá, otra espectacular fisura en la roca bajo la que se ha formado una cueva con un lago caliente de bello fondo azul turquesa y una temperatura constante de 45 grados. El camino es precioso; primero serpentea entre arbustos para después atravesar una polvorienta planicie desértica.
Antes de dar por terminado el día queremos coronar el volcán Hverfell, que técnicamente es un anillo de toba en torno a un cráter extinto. Una erupción ocurrida hace 2.700 años generó este impresionante monte de 420 metros de altura compuesto por piroclasto, es decir, grava volcánica muy suelta. Un camino bastante empinado nos permite acceder desde el aparcamiento de la base y, una vez arriba, recorremos los aproximadamente tres kilómetros de circunferencia entre dos abismos: el de la propia falda del volcán y la caída hacia el cráter, en cuyo fondo se ha formado un pequeño montículo. El viento sopla con cierta fuerza a esta altura y refuerza la sensación de que pisamos tierra salvaje. El giro de 360 grados nos permite admirar todo el entorno, con el gigantesco lago Mývatn al oeste, donde se refleja el sol, y el resto de volcanes próximos.
El ocaso está ya bastante avanzado, así que no queda mucha gente aquí arriba, en este lugar que se nos antoja cargado de energía. Solo el motor de una avioneta turística que revolotea sobre nuestras cabezas rompe un poco el hechizo del momento.
Bajamos con cuidado y, antes de dar por terminado el día, nos dirigimos al cercano campo de lava de Dimmuborgir. Cuando llegamos el centro de visitantes ya ha cerrado, pero podemos entrar en el recinto. Solo queremos hacer una visita rápida, pues queda poca luz y aún no tenemos sitio para dormir. Pero, una vez más, lo desconcertante del sitio nos atrapa. Aprendemos en los paneles informativos de la entrada que todo surgió hace un par de milenios por la acumulación de lava durante la erupción de varios cráteres cercanos. Primero se formó un lago de roca líquida que, al enfriarse lentamente, desarrolló una especie de corteza o techo sólido abovedado sujeto por pilares. Llegado un cierto punto, el infernal pantano reventó, todo se hundió y solo quedaron en pie las extrañas columnas magmáticas como testigos de la profundidad que llegó a tener. Son formas caprichosas, casi antropomórficas. El nombre del lugar, Dimmuborgir, quiere decir “castillos oscuros”. Mientras va cayendo la noche recorremos a paso veloz un sendero de dos kilómetros y medio, el llamado círculo de la iglesia, que llega hasta un gran tubo de lava que recuerda a un arco gótico.
Con las últimas luces tratamos de dar con uno de los campings del lago, a ser posible alejado de sus aguas para evitar ataques aéreos. Lo encontramos en la misma Reykjahlíð, un poco más allá de la iglesia de párroco confiado. El recinto es precioso, aunque está bastante lleno. Está distribuido en terrazas, a esta hora ya repletas de tiendas de campaña, y con espacio para autocaravanas y bungalows. Nos registramos nada más llegar, antes de que cierren la recepción, y abonamos las 1.500 coronas por persona que cuesta pasar la noche. Armamos la tienda y preparamos la cena en la cocina comedor que hay instalada en una gran caseta. Tiene fogones de gas a disposición de los campistas, lo que nos evita tener que tirar de nuestras bombonas azules. El entorno está en calma cerca del lago, dan ganas de pasear hacia la oscuridad, pero el relente nos invita a recluirnos en nuestros cálidos ovillos hasta mañana.
Miércoles 19 de agosto de 2015
Fuimos los últimos en llegar y somos los últimos en partir. Son más o menos las 11 cuando nos ponemos en ruta por la Ring Road. Nada más salir de Reykjahlíð detenemos el coche para pisar la tierra humeante que vemos a la derecha de la carretera.
Es muy impactante caminar sobre esta especie de barrio oscuro caliente con matices amarillos del que brota un humo con olor a azufre. Las botas se hunden en esta especie de arenas movedizas que permiten sentir el pulso de la tierra viva. Al otro lado de la carretera, un laguito caliente de fondo azul celeste es alimentado por el agua a presión que brota con furia de una ruidosa fuente. Por esta zona hay baños termales y una central eléctrica que visitaremos más tarde, pero antes nos detenemos en Hverir, una solfatara repleta de humeantes fisuras, pozos de barro gris burbujeante y poderosas fumarolas que dan un aspecto absolutamente irreal a este paisaje lunar y de olor repugnante (cosas del ácido sulfhídrico). Hay bastantes turistas, tan sorprendidos como nosotros, que fotografían todos los ángulos posibles de este entorno marciano de mil tonos ocres. Detrás, la colina de Námafjall.
Krafla
Volvemos al asfalto para recorrer los pocos kilómetros que restan hasta la región volcánica de Krafla. Enseguida llegamos a su central geotérmica, un complejo futurista que aprovecha los vapores del subsuelo para producir 60 MW de potencia. El paisaje está atravesado por tuberías que nacen de una especie de iglús (que en realidad son pozos) y serpentean por el suelo, se elevan formando un gran pórtico sobre la carretera, y confluyen en dos grandes construcciones donde ese aliento volcánico se transforma en electricidad. Lo más llamativo es el humeante edificio de refrigeración, que parece un gran macetero del que asoman enormes depósitos circulares. Nos llama la atención, una vez más, la confianza depositada en el visitante, que puede entrar libremente en las instalaciones para conocer su funcionamiento. En el edificio marrón hay un pequeño centro de interpretación donde, además de proyectar un instructivo vídeo sobre la materia, nos invitan a café. Todo un detalle.
Después de esta breve parada cruzamos el pórtico de tubos y ascendemos hasta el cercano cráter del volcán Víti, actualmente inactivo pero con un lago azul en su interior. Lo rodeamos peleando contra el viento para aproximarnos a un estruendoso y nuboso pozo de extracción de la planta. El camino pasa junto a una de las tuberías que abastecen la central. No podemos evitar tocarla… y está fría. Cuando estamos a unos cien metros del pozo cambia el viento y la gran nube caliente amenaza con cubrirnos; rápidamente retrocedemos y terminamos de descubrir el paraje en el cráter Leirhnjúkur.
Las dimensiones del aparcamiento donde dejamos el coche –pequeño con nuestra óptica, pero grande para Islandia– da idea de que estamos en uno de los lugares más turísticos de la zona. Caminamos por un sendero que cruza un antiguo campo de lava lleno de curiosos abultamientos cubiertos de hierba. El cráter es hoy un charco de barro sulfuroso burbujeante. Nos acercamos hasta el cordón que marca la zona segura. Después damos un amplio paseo por el paraje lunar que dejaron las últimas erupciones de lava en la caldera de Krafla. Es una de las zonas más inestables de la isla, donde el calor se nota con solo poner la mano en el suelo, en torno a los múltiples respiraderos de vapor que hacen que esta corteza de roca negra con toques amarillos parezca un pastel recién horneado. Alguna planta despistada lucha por sobrevivir entre la riolita.
Volvemos a la Hringvegur y avanzamos hasta nuestro siguiente desvío hacia el norte: carretera 862, que discurre por toda la margen izquierda del río Jökulsá hasta la población de Ásbyrgi, que será nuestro objetivo final para hoy. El primer tramo de esta ruta secundaria es magnífico (a estas alturas hemos aprendido a apreciar el asfalto). Nos detenemos en el aparcamiento de la cascada Dettifoss, desde el que también llegamos fácilmente andado curso arriba a Selfoss.
Las aguas rugen al saltar hacia el fondo de este estrecho cañón de cien metros de altura. Con sus 44 metros, Dettifoss no es la catarata más alta de Islandia pero sí la más caudalosa; y no solo de la isla, también de Europa en conjunto. Ahora la contemplamos embobados desde la margen izquierda –es decir, oeste– del Jökulsá, que por la disposición de las rocas recibe un baño continuo de rocío. Efectivamente, todo este lado está muy verde. No se puede permanecer demasiado tiempo porque el agua vaporizada moja igual que la lluvia. Al bajar las escaleras que conducen hasta el borde hay un cartel con una de esas lacónicas advertencias tan de aquí: “cuidado, suelo muy resbaladizo” (en la medida de lo posible procure no matarse, cabría añadir).
La garganta de Ásbyrgi
Seguimos adelante por la carretera 862, cuyo asfalto termina, oh sorpresa, justo a la altura del parking donde hemos dejado el coche. Un cartel amarillo al comienzo de la pista de grava indica que solo es apta para vehículos con tracción a las cuatro ruedas, pero nosotros nos ceñimos a la letra de nuestro contrato de alquiler, que solo nos impide circular por las carreteras F (en general, las que se adentran por las highlands o tierras altas, prohibidas para turismos). Además tenemos un seguro contra impactos de grava, así que de nuevo decimos aquello de “¿qué puede salir mal?” Mientras no pinchemos la cosa irá bien. En algún momento debemos hacernos a un lado del camino de cabras para dejar paso a todoterrenos que vienen en sentido contrario, cuyos ocupantes miran nuestro coche de juguete con una mezcla de sorpresa y compasión. Llevamos ya más de diez kilómetros repitiendo el mantra “oye, si vemos que la cosa se pone muy fea damos media vuelta”. Y se pone fea, pero entre que somos un poco inconscientes y no queremos ni pensar en intentar dar la vuelta en un camino tan estrecho, tiramos millas: 37 kilómetros en total hasta que de pronto reaparece el asfalto. ¡Nunca nos habíamos alegrado tanto de pisar una carreterucha pavimentada!
Estamos en la localidad de Ásbyrgi, cuyas únicas construcciones parecen ser una gasolinera, un centro de visitantes y los cuatro edificios del camping. Se nos está acabando la luz, pero queremos ver algo más hoy: la extraordinaria garganta de Ásbyrgi, uno de los paisajes más mágicos e increíbles. Nos rodean altas paredes verticales de cien metros de altura separadas casi un kilómetro entre sí. Vista desde arriba, la garganta forma una especie de herradura que los colonos nórdicos interpretaban como una huella del caballo de ocho patas del dios Odín. Leyendas al margen, parece que fue una inundación volcánica (jökulhlaup) resultante de una erupción bajo el gran glaciar Vatnajökull la que labró el desfiladero en pocos años. El río Jökulsá se desvió, así que el fondo de esta depresión hoy aparece tapizado de árboles, toda una rareza en un país donde los bosques brillan por su ausencia (o por su escasez, para ser justos). El abedul es la especie autóctona, que convive aquí con varios tipos de coníferas de repoblación. Bajo las copas se extiende una red de caminos bien marcados, algunos alfombrados con una mullida, biodegradable y olorosa capa de virutas de madera. Al fondo, un estanque con patos llamado Botnstjörn. Hacemos un corto paseo de un kilómetro hasta un par de miradores elevados por encima de los árboles. Contemplamos el panorama en soledad y completo silencio mientras el cielo va fundiendo a negro.
Regresamos al coche y, dada la hora, decidimos pernoctar en el camping que hemos dejado atrás. En esta zona, como parque nacional que es, está prohibida la acampada libre, así que nos comportamos como personas civilizadas, buscamos un hueco y plantamos la tienda. Las instalaciones del recinto son más bien básicas, pero aun así es un lugar como para quedarse a vivir: hoy dormiremos sobre una pradera verde entre árboles, en el fondo de un cañón excavado por el agua. No es fácil imaginar un paisaje natural más bello. Eso sí, cuando dejamos la poesía a un lado para ocuparnos de los aspectos prácticos de la acampada y la cena, notamos el frío. Seguimos en el norte del norte y hace falta buena ropa de abrigo para estar cómodo.
Jueves 20 de agosto de 2015
Aunque a estas alturas del cuento ya conocemos perfectamente la mecánica del late arrival y el pago al marchar, nos sorprende la diligencia del personal de Ásbyrgi. Un simpático y madrugador ranger del parque se encarga de despertarnos a base de hellos a eso de las 9 de la mañana (que puede parecer tarde, pero dadas las palizas que solemos pegarnos al final de cada día es una hora muy decente para seguir durmiendo). Efectivamente, el joven guardabosques no ha encontrado por fuera la pegatina que indica el pago y nos invita cortésmente a satisfacerlo. Abrimos la puerta y, con más sueño que simpatía, le abonamos la tarifa: 1.400 ISK por persona más 100 por la tienda.
El sol de la mañana nos permite redescubrir la garganta con sus verdes brillantes. Después de desayunar seguimos viaje, con parada justo antes de abandonar Ásbyrgi. En la gasolinera de la zona llenamos el depósito y compramos un CD de música autóctona para alegrar un poco nuestro menú sonoro, que hasta ahora se viene nutriendo fundamentalmente de los dos canales de radio de la RÚV (radiotelevisión islandesa), que alternan extrañas mezclas de música internacional con programas en los que unos señores hablan islandés muy bajito, así como para no molestar. Con el asesoramiento del melómano dueño del establecimiento nos llevamos el recopilatorio de folk Undir bláhimni – Íslandslögin. Canela fina.
Repostados y musicados, volvemos a la ruta; cruzamos el puente sobre el Jökulsá y después torcemos a la izquierda para desandar el camino hacia el sur, pero por la orilla opuesta. De nuevo, grava y baches. A medio camino nos detenemos en Hafragilsfoss, una cascada a la que solo se puede llegar en coche, y no sin dificultad, por esta margen derecha. Un pequeño desvío nos lleva a una explanada que hace las veces de aparcamiento al borde del precipicio. Seguimos caminando por un sendero hasta un mirador natural de roca sobre la cascada, que queda varias decenas de metros bajo nuestros pies. Nos detenemos también, bastante kilómetros adelante, en el lado este de la impresionante Dettifoss. La perspectiva es muy distinta a la de ayer: desde aquí nos podemos acercar hasta tocar literalmente la corriente. Hay que ser extraordinariamente cuidadosos, porque un resbalón inoportuno podría acabar de la peor manera posible. Pero hay que hacerse la foto típica junto al monstruoso caudal unos pocos metros antes de que se despeñe al vacío.
Algunos kilómetros más allá respiramos aliviados al volver a sentir asfalto bajo los finos neumáticos de nuestro pequeño Chevrolet Spark, que se está portando como un jabato. Por la carretera 1 se avanza rápido, pero solo la seguiremos durante 40 kilómetros. Tomamos un desvío a mano izquierda por la carretera 85 para descubrir la dentada costa este. Nos dirigimos a Vopnafjörður y allí enfilamos la 917. Lo malo de ir decidiendo la ruta sobre un mapa como el que llevamos (poco más que un folleto publicitario) es que el estado del firme y la pendiente son incógnitas que solo se desvelan cuando ya es demasiado tarde para buscar un camino alternativo. Este plus de emoción también tiene su encanto.
Sabíamos que el extremo oriental de la isla es el más descuidado en cuestión de infraestructuras, pero no venimos mentalmente preparados para enfrentarnos a un puerto de montaña con pendientes del 14%, calzada de doble sentido y carril único sin asfaltar, repleta de curvas cerradas y con precipicios a los lados. Y niebla, para ponerlo todo más interesante. Subimos todo el puerto en segunda e incluso en primera; conforme vamos ganando altura nos despegamos de la niebla y descubrimos un precioso paisaje de montaña. En el fondo, el peor puerto de montaña del mundo está mereciendo la pena. Cuando estamos a punto de coronarlo encontramos neveros. Si la preocupación en la subida eran los escasos caballos del motor, en la bajada rezamos por los frenos.
Por fin abajo. Avanzamos por una recta interminable tendida sobre una llanura costera con arenas negras a lo lejos. A nuestra izquierda, a cierta distancia, se abre el mar. El firme sigue siendo de grava en bastante mal estado, sobre todo en las proximidades de los puentes, donde los vehículos pesados circulan más despacio y hunden el suelo cuando está blando por la lluvia. Es tarde y necesitamos hacer compra, estamos casi sin víveres. Nuestro objetivo es llegar a la pequeña ciudad de Egilsstaðir (la más grande del este con sus 2.300 almas) antes de que cierre el Bónus.
Lagafljót
A la entrada de Egilsstaðir vemos su pequeño aeropuerto, cuya pista termina justo en la carretera por la que circulamos. Las farolas son ridículamente bajas y están coronadas por unas balizas rojas para que los aviones las esquiven. Justo a continuación aparece el Bónus, pero no hay nada que hacer, cuando divisamos los cerditos ondeando al viento ya es demasiado tarde. Por suerte muy cerca, junto a la gasolinera, existe un supermercado Nettó bastante grande que aún está abierto. Compramos hortalizas, algún plato preparado, galletas, arenque… Pagamos y antes de salir de la ciudad subimos hasta una loma chata que se eleva entre las casas: el mirador de Álfaborg.
Aunque está lloviendo, la vista hacia el lago Lagafljót es interesante; hacia allí nos dirigiremos. Es el tercer lago más grande de Islandia, muy alargado a diferencia del Mývatn. Sus aguas son turbias y cuenta la leyenda –respaldada por supuestos avistamientos y grabaciones de dudosa verosimilitud– que está habitado por un monstruo primo de Nessy. Tiramos por la carretera 931, que lo rodea, y terminamos la jornada acampando por libre junto a la orilla. No tenemos muy claro que sea legal hacerlo precisamente aquí, ya que posiblemente estemos metidos en parque nacional, pero dada la hora y el lugar, optamos por ser discretos y pasar la noche sin hacernos muchas preguntas. Eso sí, buscamos el rincón más resguardado de miradas. Nos adentramos por una senda cubierta de altas hierbas que cruza un pequeño pinar y salimos casi al borde del agua. Este camino parece que lo usan para acceder con lanchas, porque las rodadas acaban en una especie de playa de roca ideal para botar embarcaciones.
Armamos la tienda sobre un agradable suelo tapizado de musgo y diminuta vegetación ártica. Un lugar idílico y silencioso. Solo el graznido de los charranes, que parecen animados antes de retirarse dormir, rompen la calma del lago. Por la cercana carretera apenas pasan coches. En la otra orilla del lago se han encendido unas pocas luces diseminadas en lo que parecen ser granjas. Empieza a chispear, así que nos resguardamos en lo más profundo de nuestros sacos. Hacia la medianoche está lloviendo muy en serio y el viento sopla con fuerza. Así será hasta el amanecer.
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