Diario de Islandia IV: Akureyri
Lunes 17 de agosto de 2015
El día de ayer fue muy largo y cansado, terminamos tarde y hoy amanecemos bien pasadas las 9 de la mañana. Anoche montamos la tienda con la puerta mirando al fiordo, así que la primera impresión de la mañana es de una belleza emocionante. Ante nosotros, nada más que el prado y el mar. Cuando salimos ya casi no queda nadie en el camping, aquí se arranca muy pronto… salvo que se termine muy tarde, como empieza a ser nuestra costumbre. Desmontamos el campamento, limpiamos de barro nuestra ilegible matrícula trasera y nos ponemos en marcha por la Hringvegur.
Repostamos en la pequeña gasolinera autoservicio de Blönduós. A los lados de la carretera se extienden amplias granjas con la hierba recién segada y debidamente empaquetada en unas grandes y vistosas pacas cilíndricas plastificadas; un acopio de forraje necesario para alimentar al ganado durante el duro invierno islandés, que ya está a la vuelta de la esquina.
Transitamos por la bella región en torno a Skagafjörður. En un área de descanso encontramos un panel donde la comunidad local informa de su firme oposición al proyecto de instalar nuevas torres de alta tensión en la zona: una línea de enormes pórticos de acero de 30 metros de altura. La única alternativa que están dispuestos a estudiar es el tendido de cables subterráneos. El plan de las torretas –como se anuncia con rotunda sencillez– “no será aceptado”. Tal afirmación pronunciada por un islandés da auténtico miedo. Bien por ellos.
Varmahlíð quiere decir “cuesta caliente”. No hemos sentido el calor, pero damos fe de que este pueblito de 140 almas está en cuesta. En la parte baja, junto a la carretera, la gasolinera hace las veces de centro de información turística y supermercado. En una casa vemos a algunas personas realizando arreglos en el tejado. Tomamos la serpenteante calle de la escuela para intentar dar con la iglesia de Víðimýri, que según dicen es una de las más antiguas del país y un ejemplo puro de arquitectura islandesa de turba, pero nada… no hay manera. Será porque su tejado tradicional de hierba la camufla en el paisaje, pero después de ir y venir un par de veces damos la misión por imposible y nos quedamos con las ganas de conocer ese pequeño templo.
Unos pocos kilómetros más lejos superamos la frustración al visitar la peculiar iglesia de Miklibær, un templo con forma de tienda canadiense de listones de madera pintados de granate y tejado metálico verde a dos aguas sujeto por vigas que llegan hasta el suelo. Junto a ella hay un apacible cementerio cubierto de césped. El edificio está abierto, aunque no hay nadie en su interior. Echamos un vistazo. Cruje. Huele a madera y a alfombra. Es un sitio muy acogedor, nos lo podemos imaginar bajo la nieve. Al salir un señor nos observa desde la ventana de una casa vecina. Aquí no paran muchos turistas.
Akureyri
La lluvia nos acompaña hasta la capital del norte. Akureyri es la segunda ciudad más importante de Islandia pese a tener solo 18.000 habitantes. Antes de nada necesitamos un sitio tranquilo para almorzar. En la guía hemos localizado lo que describen como “el jardín botánico más septentrional del mundo”, de entrada gratuita. ¿Por qué no? Ahora que escampa nos parece una buena opción. Estacionamos en un costado del parque, que casualmente limita con un moderno hospital de dimensiones respetables teniendo en cuenta el reducido tamaño de la población local. Tomamos nuestra nevera azul repleta de provisiones y disfrutamos de un maravilloso picnic en un banco del botánico. Paseamos tranquilamente entre flores y plantas exquisitamente cuidadas, procedentes de ecosistemas árticos y de otras latitudes. Después salimos a caminar por el escueto centro de la ciudad, bajando por la colina verde sobre la que se alza la Akureyrarkirkja, una iglesia de dudoso gusto construida por el mismo arquitecto que levantó la Hallgrímskirkja de Reykjavík.
Vamos descendiendo hasta la zona de los muelles, junto a un nuevo edificio circular llamado Hof que, entre otras instalaciones públicas, incluye una oficina de turismo. Paseamos y reparamos en los semáforos, cuyos discos rojos son… ¡corazones! La iniciativa nació tras el crash financiero de 2008 como un intento de animar a la población. Hoy, visiblemente recuperados, lo mantienen como muestra de su espíritu hospitalario y abierto.
La plaza del ayuntamiento es el centro de la vida social. De aquí sale la calle Hafnarstræti, flanqueada por casas de colores y alguna tienda de recuerdos y artesanía.
Laufás, Grenivik y Goðafoss
Seguimos ruta rodeando el fiordo de la ciudad, en el que hay atracado un gran crucero. Un puente nos permite atravesar este Eyjafjörður muy cerca de su final, justo donde comienzan las balizas rojas del cercano aeropuerto de Akureyri, construido en el lugar donde termina el agua. La carretera asciende y nos regala una hermosa vista de conjunto de la ciudad desde el lado opuesto del fiordo. Hemos abandonado la carretera 1, ahora rodamos por la 83 en dirección a Grenivik.
A medio camino hacemos un alto en la histórica granja de Laufás, toda de madera y con los típicos tejados de turba tapizados de hierba, mimetizados con el entorno. Aunque ya han cerrado las estancias visitables dada la hora, la iglesita luterana se mantiene abierta. Está vallada; una pequeña cancela da acceso a la parcela, compartida por el cementerio. El interior del templo, una vez más, transmite esa especie de calor de hogar que ya hemos sentido en otros. Maderas, tejidos y la sensación de que abren su casa de par en par porque confían en el visitante.
Más adelante la carretera discurre entre fincas habitadas por caballos. No podemos evitar la tentación de parar el coche para interactuar con los pacíficos equinos que se acercan curiosos a la valla de alambre. Llegamos a Grenivik, una escueta población agradable, con puerto pesquero y casas unifamiliares con todoterrenos aparcados ante casi todas las puertas. Decidimos no hacer noche aquí, aunque el camping de la entrada del pueblo tiene muy buen aspecto.
Enfilamos la 835, una carreterucha de grava que discurre un buen trecho pegada al curso del río Fnjóská, que nos queda a la derecha. Nos detenemos para contemplar unas cascadas que no salen en ningún mapa ni guía; no son demasiado espectaculares desde una óptica islandesa pero en cualquier otro país europeo merecerían un peregrinaje dominguero. En la otra orilla hay un par de pescadores que intentan hacer bueno el refrán y sacar ganancia del río revuelto. Después de atravesar algún que otro puente estrecho (einbreið brú) desembocamos en la carretera 1.
Nuestro último objetivo del día es Goðafoss, la “cascada de los dioses”. Se adivina a distancia, como todas, por la nube de agua vaporizada que se eleva desde la llanura, pues el río discurre por un cañón. La abordamos desde la margen izquierda. Resulta muy espectacular su simetría. No es demasiado alta (12 metros de caída), pero la anchura es importante: 30 metros. Tomamos algunas fotos y nos apresuramos a buscar un sitio donde dormir, pues el eterno anochecer está a punto de ponerse serio. Mañana regresaremos a este lugar para disfrutar de la catarata con más calma.
Acampada libre
Ahora se trata de buscar un camping, pero no estamos teniendo suerte con el mapa. Hemos hecho varios kilómetros en balde, ya queda poca luz y en la cabeza empieza a resonar un concepto que parecía teórico y lejano hasta que ha terminado por imponerse como necesario: acampada libre. Ahora no hay más remedio. Hemos de dejar la carretera principal, buscar una secundaria y encontrar un sitio discreto para aparcar el coche y montar la tienda. Lo encontramos en torno a una zona llamada Grenjaðarstaður. Es una gran llanura de picón, grava volcánica, poblada por algunos arbustos. Tomamos una especie de camino muy poco definido que sale de la carretera, conducimos un par de cientos de metros y elegimos una explanada natural protegida del viento por unos matojos. En un tiempo récord montamos la tienda. Las piquetas entran casi solas en este suelo tan suelto (por suerte no es una noche ventosa).
Cenamos caliente con el Campingaz y nos preparamos para dormir. Lo estamos deseando, pues empieza a hacer bastante frío. Es una noche prácticamente despejada, silenciosa… solo se adivinan algunas pocas luces de granjas lejanas. Cuando estamos a punto de desaparecer bajo la lona azul, miro al cielo. La piel, de gallina: “Tenemos aurora boreal”. No es muy intensa, pero se distingue. Al primer vistazo casi parece un efecto óptico provocado por nubes y la claridad residual del sol. Uno no espera encontrar estos fenómenos en verano, pero a veces se dan: una larguísima cortina verde ondulante rasga el cielo de norte a sur. Es un verde apagado, moribundo, pero el espectáculo impresiona. Lo contemplamos unos pocos minutos y, congelados, nos recluimos en el acogedor habitáculo interior de la tienda, enfundados en los sacos de montaña. Como suele ocurrir con los momentos mágicos, no hay foto para enseñar. Acostados sobre nuestros colchones hinchables sobre un antiguo mar de lava del norte de Islandia, bajo la aurora boreal, rodeados por los sonidos suaves de una naturaleza ártica en calma, nos sentimos tremendamente afortunados.
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