Diario de Islandia III: Snæfellsnes
Domingo 16 de agosto de 2015
Como la borrasca no cesa, desmontamos la tienda aplicando una eficaz estrategia antilluvia que nos acabamos de inventar: sin retirar la lona azul exterior, descolgamos la habitación interior y la cubrimos con un plástico para que la tela blanca no se empape, así podremos dormir sin humedades la próxima noche. Cuando acabamos la faena nos montamos en el coche con intención de buscar el supermercado Bónus de Borgarnes para comprar víveres, incluido el desayuno de hoy. En la entrada del camping no hay nadie que nos cobre, así que salimos elegantemente (y ciertamente encantados con el precio).
Comenzamos con un paseo de reconocimiento en coche por el pueblo. Llegamos al puerto, después intentamos ver la iglesia, pero está cerrada. Seguramente será por el tiempo, pero este lugar tiene un aire bastante tristón pese a los colores de sus casas y a las excepcionales vistas sobre el fiordo y las montañas del fondo. Aparcamos junto al súper y descubrimos con horror que los domingos no abre hasta el mediodía. Nos toca hacer tiempo, porque es el único sitio donde podremos avituallarnos en muchos kilómetros a la redonda; lo aprovechamos para planificar el día. Hoy conoceremos la península de Snæfellsnes, donde intentaremos hacer un pequeño trekking costero y ver el volcán que sale en la novela de Julio Verne Viaje al centro de la Tierra. Por fin dan las doce y podemos entrar en el Bónus.
Con la nevera azul bien cargada, salimos de Borgarnes hacia el norte por la carretera 54. Es una ruta preciosa que discurre por la costa entre cumbres y arenas negras; el mar, a nuestra izquierda y las verdes lomas, a la derecha. Un aparcamiento repleto de coches y autocaravanas llama nuestra atención. Paramos y descubrimos el objeto de interés: una gran grieta que recorre de arriba a abajo la pared rocosa que se ve a lo lejos, como a medio kilómetro. Un panel informativo da cuenta del origen legendario del topónimo: es el cañón de Rauðfeldar, nombre del sobrino de Bárður Snæfellsás, protagonista de una de las truculentas sagas islandesas. Efectivamente, es una estrecha garganta por la que baja un pequeño torrente entre altos acantilados. Los visitantes lo remontamos caminando cuidadosamente sobre las resbaladizas piedras que sobresalen del agua.
Hellnar y Arnastapi
Volvemos a la carretera para alcanzar el pueblito de Hellnar, en el suroeste de la península. Se supone que el literario volcán Snæfellsjökull se eleva detrás de él, pero no tenemos demasiada suerte con el tiempo y solo vemos la parte inferior de su falda; el resto lo tapa una gran nube. Dejamos el coche cerca del centro de visitantes y emprendemos una caminata costera de ida y vuelta hasta el diminuto puerto pesquero del vecino Arnastapi, ubicado a 4 kilómetros al este de Hellnar. El camino atraviesa paisajes rocosos cuajados de esponjoso musgo, recorre praderas de hierba y perfila acantilados de vértigo con formaciones basálticas y ruidosas gaviotas.
Un par de horas más tarde volvemos a la carretera. Nuestra primera idea es atajar por la 570, que cruza por la falda del volcán, pero la encontramos cortada debido a daños importantes en su trazado. Es lo que tiene la intemperie extrema… No hay más remedio que bordear toda la península. Saludamos a las guapísimas ovejas que pastan tranquilamente junto al asfalto. Pasamos por aldeas y pueblos de coloridas casas bajas: Hellissandur, Rif, Ólafsvík, Grundarfjörður…
En este último paramos para contemplar un rato Kirkjufellsfoss, las “cataratas de la montaña iglesia”, un doble salto de agua de dimensiones modestas, pero lleno de energía. Se puede subir hasta un pequeño puente desvencijado que aporta una interesante perspectiva aérea del conjunto.
El eterno atardecer islandés sigue su curso, así que volvemos al asfalto de la ruta 54, que pronto se convertirá en grava y barro.
Uno de los tramos más hermosos es el que bordea el fiordo Álftafjörður, ya en el norte de la península. Nuestro viaje se va definiendo sobre la marcha y hoy hemos decidido renunciar a adentrarnos por la región de Vestfirðir (los fiordos del oeste). Son carreteras complicadas (todavía más que éstas) y el desvío podría hacernos perder demasiado tiempo. Decidimos, pues, dormir en Reykir.
Ya es de noche cuando abandonamos el barrizal en que se ha convertido la pista de tierra conocida como carretera 59 y enfilamos (¡por fin!) la Hringvegur, la circular, sentido Akureyri. Llueve bastante, pero hay que seguir avanzando.
Reykir
El camping de Reykir se extiende al borde mismo del agua, en la orilla oriental del Hrútafjörður (“fiordo de las ovejas”) y a pocos metros del albergue del pueblo. Las instalaciones son bastante decentes: una pradera verdísima y un edificio de servicios con un amplio salón comedor cocina, servicios con duchas y un jacuzzi exterior con agua caliente alimentado permanentemente por una fuente termal de la zona. Aparcamos el coche, que ha cambiado de color: de su pulcro blanco inicial ha mutado a un chocolate intenso más propio de un rally. Buscamos wifi para comunicarnos con España ya que llevamos un par de días fuera de radar. La encontramos junto al albergue, justo en el momento en que la encargada de ambos alojamientos sale y nos pregunta sin demasiada poesía si ya hemos pagado el camping. No tenemos intención de hacer un segundo “simpa”, así que abonamos diligentemente 2.800 coronas islandesas en el datáfono portátil que la buena señora lleva en su bolso, digno de Mary Poppins.
Montamos la tienda a la luz de los faros del coche, ya que es noche cerrada. Una vez más hemos sido los últimos en llegar, aunque en total no habrá más de cuatro tiendas y un par de autocaravanas en este idílico, remoto y mojado rincón del norte islandés. Cenamos cuando ya todos duermen y nos vamos a dormir. El interior de la tienda se mantiene seco, así que da gusto deslizarse en el saco y abandonarse en los brazos de Morfeo arrullados por los sonidos de la naturaleza.
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