Diario de Islandia I: Reykjavík
Jueves 13 de agosto de 2015
Las cuatro horas de vuelo que median entre España e Islandia se hacen muy extrañas; estamos bastante acostumbrados a viajar hacia el este o el oeste, pero no tanto hacia latitudes tan septentrionales. En este caso –previa escala en Dusseldorf– el sol se comporta de una forma rara. Retrocedemos dos husos horarios con relación a la hora central europea; hemos salido casi a oscuras y de pronto comienza a clarear. Aunque no viviremos el sol de medianoche, pues la estación está demasiado avanzada, sí contemplamos todavía algunos rescoldos del atardecer cuando nuestro avión toma tierra en torno a las once de la noche.
Recuperamos los equipajes y salimos de la terminal en busca del FlyBus que tenemos reservado. Este aeropuerto internacional de Islandia se encuentra en Keflavík, a casi una hora de carretera de Reykjavík, cuyo aeródromo solo opera vuelos nacionales. El servicio incluye el traslado hasta el hospedaje del viajero, en nuestro caso es el más modesto y sin duda más interesante de la ciudad: el Reykjavík Campsite.
Desde que llegamos no ha dejado de lloviznar. Confiamos en que las nubes nos concedan una pequeña tregua para poder montar la tienda. Lo primero que hacemos es presentarnos en recepción –que permanece abierta hasta altas horas de la noche– y abonar las dos noches que pensamos quedarnos aquí. En los campings islandeses no se reserva: se llega, se paga y se acampa. Soltamos 6.800 ISK (coronas islandesas) y nos proporcionan una pegatina amarilla con la fecha de nuestra salida para colocar en el iglú. Es más de medianoche; salvo en las zonas comunes en torno a la recepción, el camping está en silencio. A oscuras elegimos un hueco para la Quechua recién comprada en Decathlon y, aprovechando que ha escampado, comenzamos el montaje con la ayuda de linternas. Cuando tenemos las maletas abiertas y las lonas en el suelo –¡sorpresa!– vuelve a llover y ahora con cierta intensidad. La necesidad agudiza el ingenio; sin saber muy bien cómo, logramos colocar varillas, lonas, piquetas y vientos en un tiempo récord y sin ensayos previos. ¡Nuestra máxima prioridad es tener un refugio donde poder meter las maletas, que se están mojando! Aunque hemos cometido algún error de principiante que subsanaremos mañana, la que será nuestra morada durante las dos próximas semanas está lista y, ahora mismo, parece el lugar más acogedor del mundo. Colgamos una lámpara a pilas de la cúpula y empezamos a organizar el caos. Hasta pasado mañana no recogeremos el coche de alquiler que también debe servirnos de almacén, así que por ahora tendremos que convivir con todos nuestros trastos. Hinchamos los colchones, extendemos los sacos y cenamos a base de latas. No tenemos humor para empezar a cocinar. Estamos cansados y es muy tarde. Cerca de las cuatro de la madrugada cerramos las cremalleras y apagamos la luz. Está amaneciendo.
Viernes 14 de agosto de 2015
En esta isla es imposible dormir hasta tarde. Son más o menos las diez cuando la claridad, unida al murmullo del entorno, nos invita a desperezarnos y a investigar un poco el camping. Lo bueno de llegar a los sitios de noche es que los descubres dos veces: una a oscuras y otra en Technicolor. ¡Este lugar es precioso! Ahora mismo no llueve y podemos echar una ojeada al amplio terreno cubierto de césped y algún que otro árbol en el que estamos acampados. Un camino de fina gravilla negra recorre este gran jardín trufado de docenas de tiendas de colores. Más allá de los edificios de servicio hay otra explanada con más iglús junto a la zona reservada a las autocaravanas y las cabañas de madera de alquiler. En medio, una construcción de una única altura que cuenta con zona de cocinas donde los campistas podemos hacer uso de varios fogones, fregaderos, encimeras metálicas y un microondas. Esta estancia da paso a una sala con sillas y mesas de plástico donde se come, se charla, se cargan los móviles e incluso hay un par de ordenadores portátiles con acceso a internet. Claro que lo más fácil es conectarse desde el móvil por wifi, que en esta zona funciona bastante bien. En el extremo opuesto a las cocinas está la recepción, donde también venden productos básicos de acampada. Anoche pregunté por las bombonas de Campingaz y el encargado, haciendo gala del mismo espíritu de ecología y sostenibilidad que se respira en todo el complejo, me recomendó que antes de adquirir una echara un vistazo a la zona de free stuff. Son dos estanterías de madera donde los viajeros que terminan su aventura se deshacen de todo lo que no pueden llevarse de vuelta, empezando por los gases, líquidos inflamables y demás productos incompatibles con los aviones. Además hay detergentes, lonas, botas, libros… ¡incluso alguna tienda de campaña completa!
Mientras preparamos el desayuno descubrimos que la misma filosofía de “deja lo que quieras y coge lo que necesites” existe también en esta cocina, cuyas baldas y repisas están repletas de todo tipo de salsas, aceites, sales, azúcares, pastas, arroces, tés, cafés… El ecléctico menaje (ollas, sartenes, platos, vasos, cubiertos) procede asimismo de todo el mundo. ¡Y la de vueltas que habrán dado a la isla con esta fantástica práctica de la propiedad transitiva! Es casi imposible encontrar dos tazas iguales, pero todo está limpio. El cartel de keep it clean se respeta bastante, el ambiente es magnífico. Una vez fregados nuestros cacharros, volvemos a la tienda no sin antes pasar por el mercadillo libre de las bombonas. Nos damos cuenta de que hay dos sistemas de gas incompatibles y el nuestro, por desgracia, es el menos popular (es la marca que utilizamos mayormente franceses y españoles). Aun así conseguimos reunir unas cuantas botellas a media carga que nos valdrán para ir tirando. En esta zona exterior próxima a la recepción hay algunas pilas más para fregar, además de varias mesas y un par de barbacoas para los más animados. Frente al edificio principal, otro menor con una pequeña sala de estar repleta de folletos turísticos y los servicios y las duchas. El agua sale caliente, perfecta, y con ese olor característico a azufre (huevo podrido) propio de las fuentes termales. Impresiona pensar que viene directa de las entrañas ardientes de la tierra.
Nos enfrentamos a nuestro primer contacto real con Reykjavík. Hay que prepararse para la guerra, ya que pensamos estar todo el día en la calle. Hace fresco y el cielo sigue encapotado. No pasa nada, venimos perfectamente aleccionados: en Islandia el tiempo cambia cada diez minutos y la lluvia la ponen en modo túnel de lavado. Hay que vestirse a capas; imprescindible el pantalón impermeable sobre el pantalón de caminar y la cazadora con gorro –también impermeable– para poder plastificarnos cuando sea menester. No tardamos mucho en probar su eficacia, porque se pone a llover justo cuando salimos.
Vamos paseando hacia el centro, que queda a unos tres kilómetros del camping. De camino paramos en Höfði House, una bella casona blanca de dos pisos, de madera y tejado negro, que fue construida originalmente como residencia del cónsul de Francia. Sin embargo es más conocida por haber hospedado durante tres años, entre 1914 y 1917, al reconocido poeta islandés Einar Benediktsson, cuya estatua en bronce nos saluda desde el exterior de la casa. En unas placas podemos leer “Surf”, uno de sus poemas más conocidos, que expresa su amor por esta isla: “Poderoso latido de las frías profundidades oceánicas, mi fuerza y paz beben de vuestro sonido.” Pero si las fotos de este inmueble se conservan en las hemerotecas de los principales diarios del planeta no fue por este literato sino por la reunión que aquí mantuvieron en plena Guerra Fría el presidente estadounidense Ronald Reagan y el último líder de la URSS, Mijaíl Gorbachov. La Cumbre de Reykjavík se celebró los días 11 y 12 de octubre de 1986 y terminó sin acuerdo sobre la delicada cuestión del desarme nuclear.
Seguimos paseo por la calle Borgartún. Llueve a ratos. Enseguida alcanzamos la famosa Laugavegur, una animada vía comercial que hace alusión al lavadero al que conducía (de aguas calientes, claro). Callejeando otro poco llegamos a la Hallgrímskirkja. Construido en 1986, este templo blanco con pinta de transbordador de la NASA es la iglesia más grande de Islandia. Su torre, a la que se puede subir, mide 73 metros. La fachada recuerda a las columnas basálticas que afloran naturalmente en diversos puntos de la isla como resultado de antiguas erupciones volcánicas. Su luminoso interior es coherente con la austeridad propia del luteranismo, con algunas concesiones pictóricas. Cuando uno sale de la Hallgrímskirkja apetece dejarse llevar por la calle descendente que arranca ante tus narices: Skólavörðustígur es una experiencia maravillosa trufada de casitas de colores, librerías y comercios de lo más original. Nuestros pasos regresan sin buscarlo a Laugavegur, donde sucumbimos a algunas tiendas de recuerdos antes de desembocar en el puerto viejo. Hay un crucero atracado junto a una exposición de paneles que informan exhaustivamente de los diversos hundimientos registrados en las aguas nacionales islandesas a lo largo de la historia. La lluvia incordia un poco, pero no resta encanto a esta ciudad. Ahora entendemos el porqué de los colores chillones en tejados y paredes, que aportan un toque de alegría aun bajo los habituales cielos grises.
Buscamos uno de los emblemas nacionales: la cadena de supermercados Bónus. A la vuelta de una esquina, cerca del puerto, nos sorprende el cerdito rosa de su logotipo. Compramos algunas provisiones para las próximas comidas, fundamentalmente pan, embutido, salchichas, leche, café… Nos llama la atención que estas tiendas no tienen frigoríficos: todos los productos que requieren frío para su conservación (¡incluidas frutas y verduras!) están colocados en grandes salas refrigeradas; hay que meterse literalmente en la cámara, con carrito y todo.
Ahora llueve de lado. Caminamos por Tryggvagata hasta dar con la biblioteca pública de Reykjavík, justo el sitio que necesitamos para descansar un rato. Es un lugar tranquilo y caliente, sin lluvia, con servicios impecables, sofás mullidos y wifi. Y gratis, claro. Hay libros en inglés y se organizan actividades diversas. También se puede tomar un ascensor hasta la planta superior del edificio: el Grófarhús, un modesto pero interesante museo de fotografía. Después de ver la exposición temporal volvemos a la planta baja por la escalera, cuyas paredes se aprovechan para exponer parte de los fondos propios. Es un bello recorrido por la historia de Islandia a partir de instantes de vida cotidiana.
Secos y descansados, volvemos a la calle para completar nuestra visita. Nos dirigimos al Alþingishúsið, un sobrio edificio de piedra gris y dos alturas que alberga el parlamento islandés. A unos pocos metros de la fachada encontramos un llamativo monumento a la desobediencia civil. Junto a una gran roca quebrada por un pequeño cono negro, una placa recoge un fragmento de la Declaración de los Derechos Humanos: “Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo la insurrección es para el pueblo, y para cada porción del pueblo, el más sagrado de sus derechos y el más indispensable de sus deberes.” Está muy bien que los diputados se lo encuentren cada vez que salen del trabajo. Nos llama la atención la ausencia total de medidas de seguridad. Puedes asomarte a las ventanas de la planta baja, que no tienen cortinas… ¡o incluso llamar a la puerta! La sensación que transmite es de transparencia y seguridad.
A la izquierda de la casa del parlamento, la diminuta catedral de Reykjavík, mucho más pequeña que la Hallgrímskirkja. Es la sede del obispado de Islandia (a cuyo frente desde 2012 hay una mujer) y la iglesia madre de la Iglesia Evangélica Luterana de Islandia.
Los edificios que albergan el poder legislativo y religioso están a un tiro de piedra del pequeño y precioso lago urbano: el Tjörnin. En su vértice noroeste se alza el vanguardista ayuntamiento (Ráðhús Reykjavíkur), que también tiene un animado café en la planta baja. Caminamos por Tjarnargata y hacemos varias fotos –de dudosa originalidad– del consistorio reflejado en el agua. No muy lejos queda el cementerio, que a esta hora ya está cerrado. Como el murete es bajo podemos echar un vistazo desde fuera. Las lápidas grises, la hierba, los árboles y la lluvia dan un aspecto triste y romántico al camposanto.
Desplegamos un plano para trazar nuestro camino de regreso y un amabilísimo islandés de edad avanzada, alta estatura y ojos azules se nos acerca para ayudar. Orientados, terminamos de rodear el Tjörnin empleando un vistoso puente floreado y tiramos hacia el norte; el lago queda a nuestra izquierda y la Galería Nacional, a la derecha. La animada Lækjargata nos lleva hacia la bahía previo paso por la Casa de Gobierno (una antigua prisión) y el parquecito en forma de colina donde se encuentra la estatua del primer colono oficial de Islandia, el vikingo noruego Ingólfur Arnarson.
Un poco más allá, en el borde mismo del mar, nos sorprende el enorme Harpa. Es un palacio de conciertos y exposiciones inaugurado en 2011, de dimensiones más que respetables, completamente forrado de prismas de cristal. Entramos a curiosear en la tienda de la planta baja, donde un perrillo que parece de peluche sestea en su cuna como si fuera un producto más a la venta.
Después subimos hasta su último piso para tomar algunas imágenes de la costa y divisar nuestra última parada del día, el famoso Sun Voyager. Esta Nave del Sol es una enorme escultura metálica de Jón Gunnar Árnason que remeda un antiguo navío a partir de sus elementos esenciales. De lejos parece el esqueleto de una ballena. Está muy lograda, se integra perfectamente en el entorno del paseo marítimo y su aspecto cambia dramáticamente en función de la iluminación, el sol y las nubes (puede aparecer refulgente o tenebrosa). Su placa data la creación en 1986 y explica que es una fantasía del autor asociada a la construcción de barcos a lo largo del tiempo: “La Nave del Sol nos transmite la promesa de una tierra primitiva”.
Llegamos al camping ya de noche y cenamos una cosmopolita combinación de comida deshidratada del Carrefour y salchichas (pylsur) islandesas.
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