Un feriado en Omoa
Pocos turistas viajan hasta Omoa. El arquetipo caribeño de arenas blancas y palmeras aquí está cojo. «Desde que empezaron a construir rompeolas nos hemos quedado sin playa», se lamenta Nelson Sánchez, guía en la fortaleza de San Fernando. Este fuerte español con planta en forma de abanico fue levantado con ladrillo y coral en la costa hondureña, no muy lejos de la actual frontera con Guatemala, para repeler los ataques piratas. Otros son los corsarios que, dos siglos y medio después, están robando no el oro y la plata, sino el futuro de una ciudad que sin turismo marcha a medio gas. Omoa quiere su arena de vuelta. Algún optimista confía en la justicia, en que los que han destrozado sus hermosas playas para proteger las propiedades colindantes serán sancionados y todo volverá a ser como antes. El resto –entre realista y derrotista– sólo mira y calla; es una nueva batalla perdida, aunque ésta no se libre a cañonazos y tenga al enemigo en casa.
Es primero de mayo. Camino sin prisas por el embarcadero que usan los locales para disfrutar de su no playa. Es una experiencia extraordinaria, sobre todo en feriado, como llaman aquí a los festivos: hoy es el día de los trabajadores y medio país está librando. Cientos de bañistas, en su mayoría jóvenes y adolescentes, se divierten, socializan o ligan mientras se refrescan lanzándose a estas cálidas aguas desde el muelle. Lo hacen casi todos vestidos. Uno diría que pegarse un chapuzón bajo el sol, ardiente pese a la bruma, es aquí un reflejo rutinario equiparable a abrir un paraguas cuando llueve. Algunos flotan en grandes neumáticos negros.
Fuera del agua, la vida sin prisas: pescadores con caña o simple hilo, paseantes, novios compartiendo una nieve recién comprada en el quiosquito azul donde hacen cola varios niños. Más atrás venden juguetes, artículos de playa y recuerdos en algunos tenderetes donde la norma es regatear.
En torno a la estatua de un pescador de estridentes colores, junto al aparcamiento de esta no playa, pululan jovencísimos vendedores de pan de coco y baratijas que visitan a los comensales de los restaurantes de la zona. No menos de diez llegan a nuestra mesa mientras damos cuenta de un delicioso pez rojo con plátano frito en el Scapate. Por su planta baja, totalmente abierta a la brisa marina y al comercio ambulante de subsistencia, pasa un crío de ocho años y tez morena que consigue colocarnos una de sus bolsitas después de explicarnos, con un candor que derrite, que viste una camiseta del Barça «para llevar este escudo cerca del corazón». Poco después se acerca una adolescente de 15 años que luce un vientre abultado de seis meses. La economía informal y el trabajo infantil alimenta a muchos por estas latitudes.
El grave claxon de un viejo autobús escolar estadounidense –ésos que, adquiridos de segunda o tercera mano, movilizan el transporte de pasajeros en Honduras– desvía nuestra atención hacia la carretera de la costa, donde se ha formado un pequeño atasco a partir de un puestecito de comida ambulante (algún moderno lo llamará foodtruck) y un par de tuctucs que toman y dejan clientes.
Vista a cierta distancia desde cualquiera de los barcos que navegan en paralelo a la costa, la fachada marítima de Omoa parecería un típico paraíso tropical adornado con palmeras, selva y construcciones de madera. Un examen más cercano revela la realidad cotidiana, a ratos pintoresca, a ratos descarnada, de este Caribe desconocido y profundamente real.