Suresnes, la guardiana del Sena
El Bois de Boulogne, el enorme y boscoso parque que marca la frontera oeste de París, a la vez oculta y protege de la masificación turística a tres pequeños municipios del departamento de Altos del Sena. Saint-Cloud, Suresnes y Puteaux forman parte de la banlieue acomodada de la capital, la parte del extrarradio parisino donde residen quienes buscan una vida más relajada, segura y apacible.
Congreso de Suresnes
Aunque pocos locales conocen el hecho, el nombre de Suresnes resuena en la historia reciente de España. Fue aquí donde, en octubre del 74, el PSOE celebró su último congreso en el exilio, aquél en el que Isidoro (alias de un sevillano de nombre Felipe González) tomó las riendas del partido socialista un año antes de la muerte de Franco. No es casual que eligieran como escenario para la renovación una ciudad entonces gobernada por el socialista Robert Pontillon, heredero del espíritu de un predecesor en el cargo: Henri Sellier, el impulsor del urbanismo social en Suresnes y en toda la Región Parisina. A él hay que agradecer uno de los principales atractivos del lugar: su ciudad jardín, construida en el período de entreguerras y considerada una de las más grandes de Europa. Pasear por ella sigue siendo delicioso porque fue diseñada para que lo fuera.
Ciudad jardín
Comenzamos nuestra ruta en el teatro Jean Vilar, en pleno corazón de la ciudad jardín. El escenario al que subieron hace más de cuarenta años los hombres de pana hoy combina una modesta programación de música, teatro y danza con una muy noble labor de salón de actos municipal cuando los escolares de Suresnes acuden a representar sus funciones de fin de curso. El recio edificio de ladrillo rojo ocupa el centro de un gran rectángulo cerrado por bloques residenciales de cuatro alturas.
Dejamos atrás el teatro que toma el nombre del fundador del Festival de Aviñón y caminamos hacia el este por el ancho bulevar Aristide Briand. A esta hora de la tarde lo encontramos casi desierto; somos nosotros, un sol moribundo y una agradable brisa que agita suavemente las hojas de unos árboles exquisitamente podados. Nos invade un curioso sentimiento de nostalgia de un pasado no vivido, pero muchas veces evocado. Si no fuera –como siempre– por los modernos coches aparcados, parecería que hubiéramos retrocedido hasta finales de los años veinte, cuando el propio Briand trabajaba por la paz y la reconciliación con Alemania tras la Primera Guerra Mundial. Llegamos a imaginar cómo era la vida en estas casas baratas alejadas en su concepto de la opulencia con que el barón Haussmann acometió la necesaria reforma de París. Eran viviendas austeras, pero muy superiores en calidad y prestaciones a las residencias obreras de la época. Tal y como veremos en las maquetas del Museo de Historia Urbana y Social ubicado en la antigua estación de tren de Suresnes-Longchamp (actual parada de tranvía), los apartamentos promovidos por Sellier para alojar a diez mil personas contaban con comodidades tales como alumbrado eléctrico en todas las habitaciones, agua corriente, cocina de gas y un retrete con salida directa a la red de alcantarillado. Todavía se ve desde la calle, en algunos pisos, el pequeño armario ventilado destinado a albergar el cubo de basura. Aunque la carpintería de aluminio y los interiores renovados hayan actualizado los inmuebles de la ciudad jardín, se sigue respirando ese aire de comunidad, un auténtico espíritu de barrio. Da gusto caminar sin rumbo entre sus pequeñas zonas verdes, descubrir los bajos donde viven serviciales gardiens, reconocer el olor a ropa tendida y a cocina de hogar.
En el extremo norte de la ciudad jardín, la avenida Jean Jaurès cierra la Plaza de la Paz, un espacio renovado pero todavía presidido por la iglesia de Notre Dame de la Paix, de la misma época que las casas. Por algunas bocacalles entrevemos la elevación verde que domina toda esta zona alta de Suresnes, el vigía de la ciudad.
Mont Valérien
Con su gran fuerte del siglo XIX, el Mont Valérien es el emblema de Suresnes. Hoy, un precioso parque al que se accede a través de empinadas calles jalonadas de exclusivas residencias, muchas unifamiliares. Se puede recorrer todo su perímetro por un floreado sendero –pista ideal para deportistas– que da acceso a interesantes miradores sobre esta ciudad y las colindantes Nanterre y Rueil-Malmaison. Sin embargo, como este es un paseo de recuerdos, la visita más conmovedora la encontramos en el Memorial de Francia Combatiente: un monumento horizontal de ciento cincuenta metros de anchura ejecutado en arenisca roja sobre un gran corte en la montaña. En su centro arde un fuego eterno a los pies de una cruz de Anjou; dos puertas en la base dan acceso a una pequeña cripta donde reposan los restos mortales de algunos soldados que lucharon por la patria en distintas guerras, así como una urna con cenizas recogidas en campos de concentración. Tallada en la piedra, una cita del célebre discurso que el general De Gaulle dirigió a los franceses desde Londres a través de la BBC en 1940: “Pase lo que pase, la llama de la resistencia no se apagará jamás.”
A derecha e izquierda, distribuidas por el ancho frontal del monumento, dieciséis relieves en bronce muestran las diferentes acciones de lucha por la liberación. Quien desee profundizar más en el significado de este lugar y en los luctuosos hechos ocurridos en Mont Valérien puede apuntarse a una de las visitas gratuitas que se organizan desde la caseta de información ubicada en el extremo izquierdo del memorial, donde también se muestran varios documentos audiovisuales. Los paseos guiados recorren la ruta de los más de mil condenados entre 1941 y 1944 que terminaron sus días en el fuerte; las paradas más emotivas son la capilla en la que pasaron su última noche (y en cuyos muros muchos grabaron inscripciones de despedida) y el claro del bosque donde fueron fusilados.
Un poco más abajo en la falda del Mont Valérien se conserva otra de las aportaciones del alcalde y ministro de Sanidad Henri Sellier, conocedor de las experiencias pedagógicas llevadas a cabo en las escuelas al aire libre que se implantaron, desde comienzos del siglo XX, en varios países europeos, incluida España. El concepto de L’école de plein air –en su versión francesa– seguía una fórmula del doctor Grancher expresada en una sencilla frase: “doble ración de aire, doble ración de alimento, media ración de trabajo”. Efectivamente, estos centros especiales fueron concebidos para atender las necesidades de los niños pretuberculosos y de salud delicada. Ocho pabellones con paredes transparentes, plegables en forma de acordeón, garantizaban a los escolares un contacto casi permanente con el beneficioso aire del monte y un siempre anhelado sol como contraste a la humedad habitual. Tras la Segunda Guerra Mundial este particular colegio se abrió también a menores con discapacidades físicas, visuales y auditivas hasta su clausura en 1995. Hoy, protegido como monumento histórico, el complejo ajardinado se conserva bastante bien, aunque sólo puede visitarse en ocasiones especiales.
Una pequeña muestra de su mobiliario y abundante información sobre el funcionamiento está disponible en el Museo de Historia Urbana y Social de Suresnes. A dos calles nos topamos con algo insólito: una viña municipal. La vigne de Suresnes, que actualmente ocupa una hectárea de superficie, es continuadora de la tradición vitivinícola de esta ciudad a un paso de París. Se hacen visitas guiadas gratuitas los lunes y martes con cita previa. El vino blanco que producen, a partir de uvas de variedades Chardonnay y Sauvignon, se embotella con mimo (sólo cinco mil unidades por cosecha) y se vende a pie de viña y en la oficina de turismo.
Al descender por el bulevar Washington nos sorprende una gran pradera verde completamente sembrada de cruces blancas alineadas; es otro vestigio de la convulsa primera mitad del siglo XX, un cementerio americano donde descansan casi mil seiscientos soldados caídos durante las dos guerras mundiales. El de Suresnes tiene dos características que lo hacen único: está ubicado lejos del frente (pero cerca de los hospitales) y da sepultura a soldados muertos en ambos conflictos. La pesada cancela de forja negra está abierta todos los días de 9 de la mañana a 5 de la tarde. Al remontar la suave pendiente hacia la capilla blanca, de formas neoclásicas, detectamos alguna cruz de David entre el océano de cruces cristianas. Cada una con nombre, procedencia y fechas. Casi todos, demasiado jóvenes. Llama nuestra atención un civil español enterrado junto al borde derecho del camino central: Pedro Aicos, fallecido el 17 de julio de 1918. Nada se sabe de su historia.
Justo frente al cementerio americano, un parque vallado nos depara una emocionante y muy poco conocida vista panorámica sobre París: la terraza Fécheray. Con la perspectiva que dan cien metros de altura, contemplamos y reconocemos todos los hitos del desarrollo urbano de la capital francesa, desde el cercano Bois de Boulogne o los variopintos rascacielos del distrito financiero de La Défense, hasta la oscura torre Montparnasse, la elevada basílica del Sacré Coeur, las torres de Notre Dame o –cómo no– la estilizada dama de acero que lo vigila todo junto al Campo de Marte. Se puede pasar largo tiempo acodado en la valla del mirador. La calle del Calvario nos conduce hasta la ciudad baja. Un puente cruza sobre un extremo de la estación de cercanías de la SNCF y va a parar hasta el imponente hospital Foch.
Una encantadora ciudad baja
Más allá nos esperan las pintorescas calles en torno al ayuntamiento, que parece una réplica a escala del despampanante edificio consistorial de París, aquí precedido de una plaza ajardinada con algunos bancos. Estamos en pleno centro de la ciudad, donde las callejuelas no responden a un trazado cartesiano. La triangular plaza del general Leclerc es el corazón del barrio, muy animada sobre todo al mediodía y a la hora de cenar, cuando sus bares y restaurantes se llenan de gente; por ejemplo, la Brasserie Entrepôt & Claude, que ofrece platos del día, grandes ensaladas y una interesante selección de carnes. Los miércoles y sábados por la mañana el protagonismo lo toma el mercado al aire libre que se monta en la plaza. Las pequeñas charcuterías, boulangeries y queserías de la zona completan la oferta. Abundan también las boutiques de decoración, ropa y calzado.
Quien prefiera un formato de centro comercial al uso podrá echar un ojo a la Galerie Bagatelle –que incluye un amplio supermercado Monoprix– en los bajos del vistoso y exclusivo complejo residencial homónimo que mira al Sena.
Las esclusas de Suresnes
Remontamos el curso del río por el quai Gallieni y alcanzamos otra vista singular: las tres grandes esclusas paralelas que permiten que motoras, gabarras e incluso cruceros fluviales se eleven unos metros hasta alcanzar el nivel que lleva el Sena a su paso por París (o desciendan, si navegan en sentido inverso). Es muy interesante contemplar la operación de llenado y vaciado de estos alargados ascensores de agua regulados por compuertas, que funcionan según el mismo sistema ideado por Leonardo Da Vinci a finales del siglo XV. Unos diez minutos dura la maniobra, que requiere de una cierta pericia por parte del patrón del barco.
Volvemos sobre nuestros pasos para descubrir, muy cerca, el encantador pueblo inglés de Suresnes; apenas un par de calles en torno a las rues de La Belle Gabrielle y Diderot jalonadas de inmuebles de piedra, ladrillo rojo, vigas vistas y jardines con un sabor ciertamente británico. Se trata de una colonia residencial muy armónica, levantada en 1923 sobre el solar de una antigua fábrica de tintes.
Pioneros de la aviación
El pasado industrial del municipio es rico y diverso. Aquí se han fabricado –además de tintes– renombrados perfumes, galletas, automóviles… ¡y aviones! Suresnes ocupa, de hecho, un lugar relevante dentro de la historia de la aeronáutica. Lo que en la primera mitad del siglo pasado fueron ruidosos talleres donde se construían aeroplanos al borde del Sena, hoy son blindados complejos de oficinas que albergan los cuarteles generales de firmas como Dassault Aviation, cuyo fundador, Marcel Dassault, da nombre al quai donde se ubica. No es difícil descubrir a alguno de sus trabajadores, credencial al cuello, disfrutando del almuerzo en el muy próximo Parc du Château, un agradable y cuidadísimo espacio con árboles, praderas, macizos florales, surtidores de agua, lago con patos y hasta un pequeño recinto de aves que hacen las delicias de los muchos niños que juegan por aquí cada día.
Nuestra visita termina con un último recuerdo a Henri Sellier, cuyo bulevar nos conduce directos al único puente de la ciudad, que la conecta con el bullicio de París a través del exuberante Bois de Boulogne. Por las noches, un potente haz de luz giratorio sobrevuela las oscuras copas de los árboles: es el foco del faro de Francia, la cercana Torre Eiffel.
Cómo llegar desde París
- Transilien SNCF, líneas L (París Saint-Lazare / Saint-Cloud) y U (La Défense / La Verrière): parada Suresnes-Mont Valérien.
- Tranvía 2 (Porte de Versailles / La Défense / Pont de Bezons): parada Suresnes-Longchamp.
- Sistema de bicicletas Vélib: estaciones en el bulevar Henri Sellier y en las calles de Saint-Cloud, Ledru Rollin y Verdun.