Diario de Islandia II: Círculo Dorado
Sábado 15 de agosto de 2015
Nos ponemos en marcha temprano porque hemos de ir andando a buscar nuestro coche de alquiler y la sucursal donde tenemos cita a las 10 está al otro lado de Reykjavík. Nuestro plan es recogerlo, volver al camping y desmontar la tienda antes del mediodía. La caminata matinal nos sienta bien. Hoy no llueve y el sol incluso se asoma tímidamente entre las nubes. Andamos por el paseo marítimo, junto a las rocas donde empiezan las tranquilas aguas de la bahía. El Sun Voyager resplandece, el aluminio parece casi oro a la luz del sol. Algunos corredores mañaneros nos adelantan. Aprovechamos para sacar algo de efectivo en un cajero.
Llegamos al local de la compañía de alquiler justo a la hora convenida. Una simpática chica rubia se encarga de nuestro papeleo y, con sutiles artes de terror psicológico, consigue vendernos un seguro a todo riesgo con franquicia y otro contra los impactos de grava. No teníamos pensado contratarlo, pero un convincente y fingidamente cómplice «I wouldn’t go out there without the gravel protection» nos hace soltar cien euros a lo loco: «Te lo compramos, hermosa, claro que sí». “¿Y qué color queréis? Me quedan negro, gris y blanco.” Estimulante paleta, ¿verdad? Unos minutos después, nuestra carismática vendeseguros aparece sonriente con el pequeño Chevrolet Spark blanco que nos acompañará durante los próximos 11 días.
Lo primero que hacemos con él, para empezar bien el viaje, es perdernos en la primera rotonda que encontramos; tomamos una salida equivocada y, en lugar de enfilar el paseo marítimo de vuelta al camping, acabamos entre las lonjas del puerto. Pero como no hay mal que por bien no venga, damos involuntariamente con el acceso a un simpático montículo de hierba que ayer vimos a lo lejos junto a la bocana y que no pudimos alcanzar. Es como un gran bizcocho verde al que se asciende por un estrecho caminito en espiral. En su cima, un pequeño secadero de madera contiene unos pedazos de pescado colgados al viento. Resulta que es una obra de arte llamada Þúfa. Hacemos cumbre (8 metros sobre el nivel del mar) y regresamos al coche para desmontar el campamento y ponernos en ruta.
Colocamos las maletas, mochilas, tienda, sacos, colchones y demás trastos ocupando todo el maletero y los dos asientos de atrás. Sí, nuestro pequeño Spark se ha convertido en un carromato de feriantes. Con la ayuda de un esquemático mapa de carreteras (porque el GPS es para cobardes) nos echamos al asfalto. Tenemos que salir de Reykjavík y tomar la carretera 1 (más conocida como Hringvegur o Ring Road) hacia el norte. Poco después nos desviamos hacia el este por la 36 para visitar el Círculo Dorado. Así se conoce a un conjunto de atracciones turísticas bastante espectaculares ubicadas no muy lejos de la capital. Conducimos bajo una lluvia intermitente y empezamos a entrar en contacto con el sistema islandés de circulación, que se caracteriza por seis rasgos propios.
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Carreteras estrechas, sin arcén y mal peraltadas.
- Limitación de velocidad genérica a 90 kilómetros por hora en vías asfaltadas y a 80 en pistas de grava. Difícilmente colocarán un disco con valores inferiores aunque el “firme” tenga socavones del tamaño de bañeras.
- Los islandeses conducen a la velocidad que les dicta el corazón, independientemente de las normas.
- Casi todos los puentes son de un único carril (einbreið brú). El coche que primero lo pise tendrá preferencia sobre el que venga en sentido opuesto.
- Hay que llevar luces día y noche.
- Las ovejas pastan libremente por los bordes y cruzan sin mirar. Si las atropellas, pagas.
Þingvellir
A poco más de 40 kilómetros de Reykjavík llegamos al parque nacional de Þingvellir (que quiere decir “explanada de la asamblea” en nórdico antiguo). Aquí se estableció en el año 930 uno de los primeros parlamentos del mundo, el AlÞingi, una institución que se reunía una vez al año en torno a la Lögberg (roca de la ley) para recitar las normas vigentes, resolver disputas e impartir justicia. Todo a la vez. El entorno elegido era y sigue siendo sobrecogedor; un valle quebrado por fallas claramente visibles. Caminamos por un cañón generado por el choque entre las placas tectónicas norteamericana y euroasiática. Estamos, literalmente, entre dos continentes. Parte de esta garganta la ocupa el Öxará (el sufijo -á significa “río” en islandés), que forma bellas cascadas al superar la quebrada. La más bella es Öxaráfoss (el sufijo -foss es “cascada”), que nos hipnotiza durante un buen rato a pesar de la que está cayendo.
En este entorno se conserva, reconstruida, la primera iglesia de la isla. Es un edificio sencillo de madera, de interior acogedor, con un bucólico y diminuto camposanto anexo que mira al cercano lago Þingvallavatn (el sufijo -vatn quiere decir “agua”). Detrás del templo y fuera del cementerio damos con la austera lápida que cubre la tumba de un viejo conocido: Einar Benediktsson, el poeta. Han sido unas visitas muy especiales a pesar de las inclemencias atmosféricas.
Geysir
Una carretera de gravilla nos lleva a Geysir, el géiser cuyo nombre propio se hizo común para denominar a todos los fenómenos similares del mundo. Accedemos al recinto, repleto de fosas burbujeantes, charcos de lodo y fumarolas. Varios carteles nos invitan a mantenernos en el camino marcado para evitar el contacto con las aguas hirvientes. Otros letreritos identifican por su nombre a cada géiser.
Nos sorprende lo poca cosa que es el Geysir original, hoy poco más que un pocito caliente del que ya no brotan las erupciones de agua de 120 metros de altura por las que era conocido décadas atrás. Los terremotos y las piedras que arrojaron los turistas durante décadas (ay, Señor) terminaron por atascarlo. La gente suele pasarlo de largo y detenerse unos metros más adelante formando un gran corro (el que marca el cordón de seguridad) en torno al Strokkur, el géiser actualmente más llamativo de Islandia, con sus chorros de agua y vapor de hasta 40 metros estruendosamente escupidos a intervalos regulares de unos cinco minutos. Damos una vuelta por este terreno arcilloso y contemplamos alguna fosita de fondo azul turquesa debido al depósito de minerales. El agua que se desborda de todas estas surgencias corre libremente en riachuelillos de agua caliente, ligeramente humeante, agradable al tacto.
Cuando abandonamos la zona geotermal está atardeciendo, son más o menos las seis de la tarde. A estas alturas de agosto la puesta de sol en Islandia dura unas cinco horas, no está nada mal. Eso sí, debemos reprogramar el cerebro y luchar contra una extraña sensación de apremio importada de nuestras latitudes de origen; no hace falta meter el turbo porque, aunque el sol comienza a declinar, todavía hay luz para rato.
Gullfoss
Nuestro último destino para completar el Círculo Dorado es la cascada de Gullfoss (que quiere decir “catarata dorada”). Aprendemos a detectar este tipo de accidentes geográficos a distancia por la nube de agua vaporizada que se eleva del llano. Aparcamos junto al centro de visitantes y tomamos un camino de tablas y escaleras. El rumor de agua va subiendo de volumen hasta que resulta ensordecedor y de pronto, al superar unas rocas, el doble salto se nos muestra en todo su esplendor. Si Öxaráfoss nos impresionó, Gullfoss nos deja casi sin palabras. El espectáculo pone la piel de gallina. Abrimos mucho los ojos para intentar meter todo ese volumen de agua en nuestra cabeza, para tratar de comprender la magnitud de esta catarata que salva una altura equivalente a un edificio de diez plantas. Primero la observamos desde el borde del cañón en el que está encajonada. Después descendemos hasta el filo del abismo, dejamos que el agua pulverizada nos empape la cara. Estamos como hipnotizados. Caminamos hasta un saliente de roca que queda unos pocos metros por debajo del primer salto, de modo que tenemos la sensación de que el tremendo caudal del río Hvitá nos va a engullir.
Es una energía formidable la que se desata aquí, toda una tentación para inversores como los que intentaron construir una presa hidroeléctrica en la década de 1920. Fue una joven llamada Sigríður Tómasdóttir, hija del último propietario de estas tierras, quien luchó con uñas y dientes contra los promotores, que habían conseguido un permiso del gobierno islandés para explotar Gulfoss ante la negativa de su dueño. Sigríður agotó todos los cauces de protesta; incluso llegó a caminar descalza hasta Reykjavík. Por último amenazó con suicidarse lanzándose a la catarata si se consumaba la expropiación. Su determinación salvó este maravilloso paraje –declarado reserva natural en 1975– y su país le agradece el servicio con un monumento erigido a pocos metros del agua, donde se puede leer la historia junto a su efigie.
Llegados a este punto y a esta hora tenemos que tomar una decisión que marcará el resto de nuestro viaje: tomar la carretera 1 hacia el norte y recorrer la isla en el sentido de las agujas del reloj o, al contrario, dirigirnos hacia el sur. Los partes meteorológicos no son de gran ayuda porque la inestabilidad es bastante generalizada, así que usamos el sentido común y nos lanzamos al norte. La estación está muy avanzada y las temperaturas bajan bastante a finales de agosto, por lo que interesa acabar rápidamente con la parte septentrional y dejar el sur –con un clima algo más suave– para el final. Así pues, ponemos nuestro destino del día en la pequeña localidad de Borgarnes. Es una apuesta ambiciosa, pues queda a 160 kilómetros y ya va quedando poco día por delante.
Desandamos el camino y bordeamos el fiordo Hvalfjörður. Hay un túnel de peaje que ahorra una hora de trayecto, pero hemos decidido tomar el camino largo. ¡Gran elección! Disfrutamos de una de las carreteras más bellas del mundo, con el sol moribundo arrancando destellos imposibles al mar en calma. Las aves marinas están nerviosas; despegan desde lomas verdes a nuestra izquierda y se lanzan sobre el agua pasando pocos metros por encima de nuestro coche. Estamos totalmente solos, puede que nos crucemos con dos o tres coches en todo el trayecto.
Borgarnes
Ya es de noche cuando alcanzamos Borgarnes, una localidad de menos de dos mil habitantes ubicada en una pequeña península junto al Borgarfjörður. Cruzamos un puente y encontramos el camping en el extremo opuesto del pueblo.
Es una campa verde con un sencillo edificio de madera donde hay cuatro servicios y un fregadero. Todo muy básico. Las zonas de acampada de los pueblos no tienen cuidador más que unas pocas horas al día, normalmente se acercan un rato por la mañana y por la tarde para limpiar y cobrar. A estas horas tardías no encontramos a nadie, así que buscamos un sitio junto a una autocaravana, aparcamos y plantamos la tienda mientras la lluvia se va decidiendo a atacar de nuevo. Mientras terminamos de clavar piquetas una joven pareja de rusos se nos acerca para preguntarnos la mecánica, no saben qué hacer; les explicamos nuestra estrategia: no hay nadie al mando, luego hemos acampado donde nos ha parecido y mañana ya pagaremos. Nos metemos bajo lona porque vuelve a llover con fuerza. Encendemos el Campingaz en el avance de la Quechua y cocinamos sopa y pasta para entrar en calor. Dentro de los sacos se está mejor. El repiqueteo de las gotas tiene un efecto sedante cuando se escucha desde un lugar seco y tapado hasta la cabeza.
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