El túnel hundido de Somosierra
De entre todas las obras de ingeniería civil las que más me fascinan son los túneles. Los veo como una lucha cuerpo a cuerpo con la montaña; una batalla contra la roca que no concede segundas oportunidades. Siento un gran respeto y admiración por quienes los diseñan, pero sobre todo por los que traducen los cálculos matemáticos en una perforación precisa que consigue salvar un obstáculo imposible. Mi trabajo me ha permitido entrevistar a pioneros del gremio, abuelos que se dejaron la juventud y la salud en el tajo de un túnel. Desde que conozco sus historias me acerco con un fervor casi religioso a estos lugares, sobre todo a los que fueron horadados a la antigua usanza, a golpe de barrena; cuyos artífices no contaban con más protección que la señal de la cruz antes de internarse en la boca del lobo para ganar un jornal escuálido… y una terrible silicosis a largo plazo. Esos son los héroes que construyeron obras míticas de nuestra red ferroviaria como los túneles de Canfranc o de La Engaña.
El que perfora el Sistema Central a la altura del pueblo madrileño de Somosierra no es de los más largos ni espectaculares, pero tiene una respetable longitud de 3.800 metros. La historia de cómo acabé visitándolo la semana pasada con dos amigos se remonta a marzo de 2011. Entre los días 6 y 8 de ese mes (Adif no quiso ser más precisa) se produjo un grave derrumbe sobre una máquina bateadora que realizaba labores de mantenimiento en la línea a un kilómetro de la boca norte. Afortunadamente no hubo víctimas, pero el trazado del maltratado Ferrocarril directo Madrid-Burgos quedó interrumpido. Nadie ha movido un dedo hasta la fecha para recuperar una línea que podría seguir jugando un importante papel en el transporte de mercancías y viajeros. Desde que leí la noticia supe que acabaría visitando ese lugar; era una de esas ideas que se instalan en el cerebro y sabes que se harán realidad. En mi caso tardó cuatro años.
Antes de que sigas leyendo, por si estuvieras buscando ideas, déjame desaconsejarte vivamente la visita a este túnel. Se encuentra en bastante mal estado y el riesgo de derrumbes aumenta con cada día que pasa.
La visita
El sábado que hemos elegido hace muy buen tiempo. Todavía pueden verse algunos neveros en torno a las cumbres, pero a la cota del túnel –unos 1.400 metros sobre el nivel del mar– la hierba está fresca y el sol calienta lo suyo. El deshielo, de hecho, ha generado un torrente que se precipita atronador ladera abajo a unos metros de la boca, ese acceso a la negrura flanqueado por dos torres y coronado por almenas de inspiración medieval. La falta de mantenimiento es evidente desde la misma fachada, recubierta de musgo. Mientras preparamos las linternas, avisamos de nuestra ubicación antes de perder la cobertura móvil y nos ponemos ropa de abrigo (dentro la temperatura caerá drásticamente), reparamos en unas pesadas cubiertas de cable abandonadas junto a la vía. Los ladrones de cobre parecen ser los únicos beneficiados por el cierre de facto de la línea.
A estas alturas todo son dudas: ¿hasta dónde podremos avanzar?, ¿permanecerá la máquina en el interior?, ¿será peligroso el camino? Nos quitamos las gafas de sol, damos unos primeros pasos por la vía y, cuando nuestros ojos se empiezan a acostumbrar a la oscuridad, distinguimos una valla metálica que sella el túnel a 20 metros de su comienzo. Se acabó. Desilusionados nos acercamos un poco más y descubrimos que unos visitantes anteriores, menos sigilosos que nosotros, han abierto un pequeño boquete doblando la chapa sin miramientos. Con mucho cuidado nos deslizamos por él y enseguida nos vemos envueltos por un concierto de gotas de agua: el revestimiento de cemento del túnel está tan deteriorado que las filtraciones de la montaña se abren paso por él. Los laterales están parcialmente inundados, pero la capa de balasto sobre la que reposan los carriles nos proporciona un lecho seco para caminar.
Cien metros, doscientos metros… El túnel comienza a trazar una suave curva hacia la derecha y la luz del día se desvanece. Es momento de encender linternas. Acordamos que alguien alumbrará el frente; otra persona el techo –los desconchones son realmente preocupantes–; y otro hacia las piedras del suelo para que mi perra, que va un poco asustada, vea por donde pisa.
De pronto, un sobresalto: entre los raíles, un cordero momificado nos mira con sus cuencas vacías. Tiene todo el aspecto de haber muerto atropellado, probablemente al refugiarse de la intemperie en lo que creyó una cueva segura. El microclima del túnel ha conservado el cadáver en bastante buen estado durante al menos un lustro, desde la interrupción del tráfico ferroviario.
Llevamos tres linternas encendidas, pero esta noche artificial se traga sus haces de luz y no vemos mucho más allá de nuestros pies. Si las apagamos la oscuridad es total a estas alturas. De pronto, a lo lejos, unos catadióptricos nos devuelven un resplandor. Es un encuentro casi fantasmal. El corazón late con fuerza. Al fondo, en medio de la vía por la que caminamos, se adivina la mole.
Ahí está la máquina de obras, víctima y verdugo del túnel de Somosierra. Nos sorprende el buen estado en que se encuentra después de tanto tiempo; todo lo bien que puede estar un vehículo siniestro total, con cientos de toneladas de roca aplastándolo y retorciéndolo como una lata de refresco.
Según leo en foros de internet, Adif estuvo muchos meses pagando el alquiler de la bateadora accidentada a la empresa privada que se la arrendó hasta que optó por comprársela. La adquirió, efectivamente, para dejarla aquí enterrada. Al administrador de infraestructuras no se le ocurrió invertir ese dinero en palear la roca suelta y reparar la bóveda; o tal vez sí, pero prefirió comprar chatarra a precio de oro para justificar el cierre de una línea que no consideraba prioritaria.
Mientras sacamos las cámaras y tratamos de conseguir alguna imagen potable sin trípode, podemos escuchar el silencio atronador, una calma mortal en torno a este derrumbe de forma cónica que llega prácticamente hasta nuestros zapatos.
No parece el lugar más seguro del mundo. Pasar el rato dentro de una obra en estado ruinoso es como comprar un décimo para el sorteo de la próxima tragedia. Sabemos que, si nadie lo remedia, el suelo que pisamos acabará devorado por la montaña como ha hecho con el tramo que tenemos ante nuestras narices. La pregunta es cuándo.
Una última mirada al desastre y emprendemos el camino de regreso. Desandamos nuestros pasos. Sé que en unos veinte minutos estaremos fuera, pero nuestros sentidos siguen alerta. De vez en cuando una gota cae sobre nuestras cabezas. Solo es agua.
Reconocemos cada curva, nos despedimos del corderito momificado y enseguida volvemos a escuchar el coro de gotas que anuncian la salida. Lo que antes se nos antojaba como un sonido misterioso y amenazador es ahora un rumor muy reconfortante y alegre. La luz está cerca; el resplandor de la boca ciega nuestras pupilas dilatadas. Unos minutos después todo ha terminado.
Regresamos al día, al mundo de los vivos, después de satisfacer una obsesión. Estoy contento. Nunca volveré por aquí.